miércoles, 25 de septiembre de 2013

MI AMIGO MUTIS
   Gabriel García Márquez
Alvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.
Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
“Carajo”, le dije derrotado.”De modo que eras tú”.
Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.
Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.
En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: “El señor obispo”. En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.
Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.
Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: “Ahí tiene, para que aprenda”. Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
“Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos”, me gritó. “Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado”.
Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.
Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.
Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.
Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.
Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: “País de grandes ciclistas y cazadores”. Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.
Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: “Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir”. Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.
En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: “Ahora que sé que nunca conoceré Estambul”.
Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.
De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:
“¡Pero qué está haciendo este pendejo!”.
Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy’s, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo:
“No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va”.
Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.
Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paquidérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.
Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.
Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.
Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.

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