Aryeh Neier
PARÍS – Ha querido la casualidad que sea el 11 de septiembre (o cerca de esa fecha) el día en que el Congreso de los Estados Unidos decidirá si apoya o no la propuesta del presidente Barack Obama de responder militarmente al uso de gas venenoso contra civiles por parte del gobierno sirio. Sobre el resultado de las deliberaciones (y sobre el hecho mismo de que la cuestión sea objeto de debate) se cierne la sombra de otros dos acontecimientos que también sucedieron un 11 de septiembre.
Mucho antes de que el 11 de septiembre se convirtiera en un día aciago para los Estados Unidos, adquirió también un significado similar en Chile. Cuarenta años atrás, el 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas, a las órdenes del general Augusto Pinochet, derrocaron al gobierno democráticamente electo del país. Ese violento golpe de estado, más que ningún otro hecho de nuestra era, fue el origen del actual movimiento mundial por los derechos humanos y del movimiento estadounidense para la promoción universal de dichos derechos.
En parte, esto es un reflejo de la crueldad que exhibió el nuevo régimen. Durante el gobierno de Pinochet, más de tres mil personas fueron asesinadas o “desaparecidas”, miles más fueron torturadas por los miembros de las fuerzas leales a Pinochet y decenas de miles, obligadas a partir al exilio. Pero en mayor medida, el movimiento de los derechos humanos nació del rechazo mundial (incluso dentro de Estados Unidos) contra el apoyo estadounidense a las fuerzas de Pinochet, una política dirigida por el presidente Richard Nixon y el secretario de estado Henry Kissinger.
Los congresistas estadounidenses convirtieron el golpe de estado en una plataforma para el lanzamiento de iniciativas de promoción de los derechos humanos. Condenaron lo que sucedía en Chile, celebraron audiencias sobre la importancia de promover los derechos humanos y dictaron leyes (que superaron el veto del presidente Gerald Ford) para exigir que los principios relativos a dichos derechos guiaran la política exterior de Estados Unidos.
Todavía está vigente una versión ligeramente modificada de esa legislación. La advertencia de Obama de que el uso de armas químicas en Siria equivaldría a cruzar una “línea roja” (y su amenaza implícita de usar la fuerza en tal caso) reflejan el compromiso que Estados Unidos ha mantenido durante las últimas cuatro décadas con la promoción de los derechos humanos en todo el mundo.
También lo acontecido el 11 de septiembre de 2001 pesa sobre la decisión de lanzar o no un ataque punitivo contra el régimen del presidente de Siria, Bashar Al Assad. Una de las consecuencias de los ataques terroristas ocurridos doce años atrás es que Estados Unidos y otros países de Occidente cobraron conciencia de que lo que sucediera en Medio Oriente podía afectar la seguridad dentro de sus fronteras.
Aunque al principio los ataques despertaron ansias de castigo, después empezó a prevalecer la prudencia, ante el temor de que una intervención cause consecuencias imprevisibles. En Gran Bretaña, la principal razón para el rechazo parlamentario a respaldar un ataque a Siria parece ser el fuerte resentimiento que aún provocan los engaños en los que se basó la entrada del país en la guerra de Irak. La preocupación por la perspectiva de otra guerra en Medio Oriente explica también la renuencia de Obama a ir más allá de un ataque punitivo puntual contra Siria (y hay congresistas que se oponen incluso a eso).
Es cierto que el Congreso estadounidense debe cuidarse de repetir el desastroso error que cometió en 2003 al apoyar la guerra en Irak; pero el compromiso de promover los derechos humanos adoptado por Estados Unidos después del 11 de septiembre de 1973 parece un criterio más adecuado a la hora de evaluar la propuesta de Obama de lanzar una acción militar en Siria. Mantener la prohibición internacional del uso de armas químicas es un imperativo urgente.
Que el régimen de Assad es culpable del uso de estas armas está fuera de duda. Si el Congreso de Estados Unidos trata la propuesta de Obama con responsabilidad y no cede a los intentos de aquellos que movidos por el partidismo no dejan de buscar ocasión de ponerle palos en la rueda a Obama, quedará luego en mejor posición para hacer valer su reclamo de recuperar la potestad constitucional de autorizar la entrada del país en conflictos militares (una prerrogativa que en el último medio siglo no se respetó las más de las veces). Y es fundamental que la actuación del Congreso incluya una cuidadosa consideración de los límites dentro de los cuales debe desenvolverse un ataque punitivo.
La guerra de Irak fue un error desde el principio, porque fue un intento de vengar los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 invadiendo y ocupando un país que no había participado en ellos. La propuesta de Obama de atacar a Siria, en cambio, es un intento de imponer respeto a una importante norma de los derechos humanos castigando directamente (por medios que no implican invasión y ocupación) a quienes incurrieron en una grave violación. Vuelve a colocar los derechos humanos en el lugar central de la política exterior estadounidense que se les asignó después del 11 de septiembre de 1973.
Traducción: Esteban Flamini
Project Syndicate
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