Aníbal Romero
Es un error subestimar a Rusia. Napoleón y Hitler lo hicieron y lo pagaron caro. Las cosas fueron distintas con la URSS. Reagan percibió que después de setenta años de idiotez, torpeza y crueldad comunistas la Unión Soviética se hallaba en avanzado estado de descomposición. Sin embargo, la URSS no se “derrumbó”. Pocas veces, quizás nunca, los regímenes políticos colapsan o se producen las llamadas implosiones. Para que un régimen caiga es necesario empujarle al abismo, y eso lograron Reagan, Thatcher y Juan Pablo II con la agonizante URSS.
Luego del fin del comunismo, agotada en sus más hondas raíces nacionales por un sistema político inhumano y atroz, Rusia ha venido dando tumbos en el escenario internacional. La patria de Tolstoi, Sajarov y Solzhenitsyn enfrenta hoy serios problemas, entre ellos el demográfico. La enfermedad comunista dejó como legado, entre otros horrores, una población carente de esperanzas que en buena parte no desea reproducirse. Sumemos a ello una economía dependiente de las materias primas, en particular de recursos energéticos, que se queda atrás en los campos de la educación y la innovación tecnológica, todo esto empeorado por una galopante corrupción.
Sin embargo, insisto, no es inteligente subestimar a Rusia. La razón principal es que la situación de un país tan importante, por su pasado, su geografía, sus recursos naturales y la experiencia acumulada de su gente, no debe medirse exclusivamente en términos materiales o en función de su poderío militar, convencional y atómico. Otro factor de crucial relevancia es la calidad de su liderazgo. No me refiero a los aspectos morales sino a su visión estratégica, capacidad de decisión y voluntad de poder.
Si estos ingredientes son tomados en cuenta, y en vista que la condición de gran poder es siempre relativa a otros, Rusia cuenta actualmente con una apreciable ventaja sobre, por ejemplo, Estados Unidos, Europa y Japón, donde las élites experimentan un período de dispersión interna, extravío estratégico y vocación aislacionista orientada hacia los asuntos domésticos, y en general desinteresada de la geopolítica mundial. El caso de China es más complicado y no mucho sabemos de la situación de sus élites dirigentes, pero estoy convencido de que el poderío chino ha sido exagerado. Los problemas internos que enfrenta China son enormes y su alcance estratégico siempre será limitado.
Putin es un cínico entrenado en las artes del más crudo maquiavelismo. Sus actuaciones muestran que tiene claro que el interés nacional ruso exige actuar con una cuidadosa mezcla de audacia y cautela, juzgando con frío cálculo sus propias debilidades y las de sus adversarios. Esta línea de conducta le hizo ganar, por los momentos, el complicado ajedrez sirio, y Rusia es de nuevo un actor significativo en el Medio Oriente, donde Arabia Saudita y Egipto han decidido que acercarse al oso siberiano es un imperativo estratégico.
En Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, y ahora en Siria, Washington no logró imponer su voluntad. Ello desgasta y desconcierta. Estados Unidos ya no es el mismo. En Europa, el complejo de culpa alemán y la crisis del euro paralizan una comunidad que luce decrépita antes de tiempo. Japón no termina de salir del pantano económico y su población envejece. China avanza pero a tientas. En medio de todo esto y a pesar de sus desafíos internos, Rusia retorna al tablero estratégico con base en la fuerza de su élite política y en particular del perspicaz y siniestro Putin. Pocos lo creían posible pero los hechos son elocuentes.
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