Nouriel Roubini
NUEVA YORK – La reciente decisión del Banco de Japón de extender la flexibilización cuantitativa marca el posible inicio de otra guerra de divisas. El intento japonés de debilitar el yen es una política de competencia desleal que ya alienta reacciones en Asia y el mundo.
Los bancos centrales de China, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Tailandia, temerosos de perder competitividad respecto de Japón, están flexibilizando sus propias políticas monetarias (o lo harán pronto). Es probable que el Banco Central Europeo y sus homólogos de Suiza, Suecia, Noruega y unos pocos países centroeuropeos adopten la flexibilización cuantitativa u otras políticas no convencionales para evitar la apreciación de sus monedas.
Con la mejora del crecimiento en Estados Unidos y las señales de la Reserva Federal de que comenzará a subir los tipos de interés el próximo año, todo esto llevará a un fortalecimiento del dólar estadounidense. Pero si el crecimiento global no despega y el dólar se fortalece demasiado, puede ocurrir que la Reserva Federal decida demorar la suba de tasas y aplicarla más lentamente, para evitar una apreciación excesiva del dólar.
La causa de la reciente agitación monetaria es clara: el fuerte desapalancamiento público y privado deja la política monetaria como única herramienta para impulsar la demanda y el crecimiento. Al desapalancamiento se suma la austeridad fiscal, que frena el crecimiento en forma directa e indirecta. La caída del gasto público reduce la demanda agregada, mientras que la reducción de transferencias y el aumento de impuestos disminuyen la renta disponible y, por consiguiente, el consumo privado.
En la eurozona, el abrupto corte del flujo de capitales a la periferia y la imposición (apoyada por Alemania) de restricciones fiscales por parte de la Unión Europea, el FMI y el BCE puso una barrera enorme al crecimiento. En Japón, un aumento apresurado del impuesto al consumo suprimió la recuperación lograda este año. Estados Unidos padeció un intenso freno fiscal entre 2012 y 2014 por la activación de recortes automáticos del gasto y otras políticas impositivas y fiscales. Y en el Reino Unido, la consolidación fiscal autoimpuesta debilitó el crecimiento hasta este año.
A escala global, esta espiral recesiva y deflacionaria se agravó por el ajuste asimétrico de las economías deudoras y acreedoras. Los países con exceso de gasto, poco ahorro y déficit de cuenta corriente fueron obligados por los mercados a gastar menos y ahorrar más; obviamente, redujeron el déficit comercial. Pero la mayoría de los países en la otra situación (demasiado ahorro y poco gasto) no empezaron a ahorrar menos y gastar más, sino que sus superávits de cuenta corriente siguieron creciendo; esto debilitó aún más la demanda global y, por consiguiente, el crecimiento.
Mientras la austeridad fiscal y el ajuste asimétrico dañaban las cifras económicas, hubo que apelar a la política monetaria para sostener el endeble crecimiento debilitando las divisas y aumentando las exportaciones netas. Pero las guerras de divisas que siguen son, en parte, un juego de suma cero: si una divisa se debilita, otra tiene que fortalecerse, y si mejora la balanza comercial de un país, tiene que empeorar la de otro.
Claro que la flexibilización monetaria no es exactamente un juego de suma cero, ya que puede impulsar el crecimiento al elevar el precio de los activos (títulos y viviendas), reducir el costo financiero público y privado, y limitar el riesgo de caída de la inflación real y esperada. Dados el freno fiscal y el desapalancamiento privado, si estos últimos años no hubiera habido suficiente flexibilización monetaria, se hubieran producido recaídas recesivas a repetición (como ocurrió, por ejemplo, en la eurozona).
Pero la mezcla general de políticas ha sido subóptima: demasiada consolidación fiscal anticipada y demasiada política fiscal heterodoxa (que con el tiempo fue perdiendo eficacia). En las economías avanzadas, hubiera sido mejor reducir la consolidación fiscal en el corto plazo y aumentar la inversión en infraestructuras productivas, con un compromiso más creíble con hacer un ajuste fiscal en el medio y largo plazo, y menos flexibilización monetaria.
Uno puede llevar el caballo a la fuente de la liquidez, pero no obligarlo a beber. Cuando la demanda agregada privada está débil y la política monetaria heterodoxa termina pareciéndose a empujar una cuerda, hay buenos motivos para retardar la consolidación fiscal e invertir en infraestructuras públicas productivas.
Esta inversión ofrece rendimientos ciertamente mejores que los bajos tipos de interés que vemos en la mayoría de las economías avanzadas; y tanto estas como las emergentes tienen enorme necesidad de infraestructuras (excepto China, que ya invirtió demasiado). Además, la inversión pública funciona tanto por la demanda cuanto por la oferta. No solo impulsa la demanda agregada directamente, sino que también expande el potencial de producción, al aumentar el stock de capital productivo.
Por desgracia, la economía política de la austeridad llevó a resultados subóptimos. En tiempos de contracción fiscal, la primera víctima del recorte es la inversión pública productiva, porque los gobiernos prefieren proteger el gasto (a menudo ineficiente) en empleos públicos y transferencias al sector privado. Esto explica la lentitud de la recuperación global, en la mayoría de las economías avanzadas (salvo en parte Estados Unidos y el Reino Unido) y ahora también en los principales países emergentes (donde el crecimiento se desaceleró abruptamente los últimos dos años).
Las políticas correctas (menos austeridad fiscal en lo inmediato, más inversión pública y menos dependencia de la flexibilización monetaria) son exactamente lo opuesto de lo que hicieron las principales economías del mundo. No es de extrañar que el crecimiento global siga por debajo de las expectativas. En cierto sentido, hoy somos todos japoneses.
Traducción: Esteban Flamini
Project-syndicate.org
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