Demetrio Boersner
Los desmanes represivos de Nicolás Maduro y su equipo probablemente tienen el propósito de intimidar y confundir a la oposición democrática, debilitando su confianza en la vía electoral e induciéndola a la resignación o a reacciones anárquicas e inconvenientes. Sin embargo, el daño que dichos desmanes infligen a la reputación y credibilidad mundial del régimen seguramente es mayor que cualquier ventaja maquiavélica que podría ofrecer el uso del terror para tratar de evitar la derrota electoral del 6 de diciembre.
La sentencia aberrante dictada por la dócil “justicia” venezolana contra el líder democrático Leopoldo López –a quien no se le ha logrado probar, de modo convincente, ni el menor asomo de actos subversivos e ilegales- ha causado las más severas expresiones de condena y de protesta por parte de gobiernos democráticos, organismos internacionales, ex presidentes y dirigentes políticos de tendencia tanto conservadora como liberal y socialista democrática. Asimismo ahonda las grietas en el seno del propio chavismo y hace que un número creciente de socialistas sinceros se aparte de ese movimiento carcomido por la corrupción y cegado por un dogmatismo primitivo, y se decida a votar en contra del régimen en los venideros comicios parlamentarios.
En el mundo entero, y sobre todo en América Latina, la izquierda democrática ya no puede eludir su deber moral de deslindarse en forma precisa y enérgica de la falsa “izquierda” dictatorial que oprime y hambrea a los venezolanos. Aunque no sientan vergüenza por su prolongada y oportunista alcahuetería de un chavismo que les regalaba petrodólares, por lo menos deberían entender que a estas alturas una continuada solidaridad con el régimen venezolano destrozaría su imagen y credibilidad ante sus propios pueblos y la comunidad internacional. Decimos esto no sólo a los presidentes y partidos gobernantes de Brasil, Uruguay, Chile y otros países hermanos, sino también a dirigentes europeos como el nuevo jefe del laborismo británico, reputado de ser admirador frenético de Hugo Chávez y activista del movimiento “bolivariano”.
Nuestra advertencia, y urgente llamada a un deslinde político y moral entre la izquierda democrática y la falsa “izquierda” autoritaria se basa, por lo demás, en la convicción de que, después de la caída del muro de Berlín, los socialistas democráticos bajaron la guardia con demasiada rapidez y permitieron que el estalinismo sobreviviente se les infiltrara. Aunque el estalinismo perdió su base territorial soviética, conservó otras bases geopolíticas tales como Cuba, y una eficiente y bien financiada red mundial de agitación y propaganda. En América Latina, el Foro de Sao Paulo le sirvió de vehículo para borrar de las memorias de la nueva generación todo recuerdo de la amarga historia de luchas sangrientas y de conflictos no resueltos entre la socialdemocracia y el comunismo en nuestro continente, y para conciliar esas dos fuerzas históricas en un solo y fofo “progresismo”, manipulado por el aparato estalinista habanero e internacional.
Hoy, por la implacable realidad venezolana, los ilusos creyentes en el “progresismo” latinoamericano único se encuentran ante la disyuntiva inaplazable entre dos alternativas. La primera sería: seguir en posición de avestruces ante los desmanes del chavismo y caer, junto con él, en el descrédito histórico y el desprecio de pueblos engañados, Si escogen esa vía, será inevitable su pronta derrota y el retorno al poder de una derecha nada dulce ni compasiva. La otra opción consistiría en practicar la divina virtud de la autocrítica, deslindarse del chavismo para que caiga lo que tiene que caer, y recuperar así la pureza original del socialismo democrático que se alza contra toda opresión, tanto capitalista como colectivista dictatorial.
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