viernes, 11 de septiembre de 2015

MALQUERENCIAS

IGNACIO CAMACHO

Si el Barça blasona de ser más que un club, la selección española es bastante más que un equipo de fútbol. El uno se autoerige como emblema de una hipotética nación sin Estado y la otra es la representación deportiva oficial de un Estado-nación con plena identidad histórica y política. Hasta ahora ambas simbologías emocionales parecían relativamente compatibles y de hecho el compromiso de los jugadores barcelonistas ha sido decisivo en los éxitos de la escuadra española. Sin embargo la tensión secesionista ha creado también aquí un conflicto de integración que ha cristalizado en la persona de Gerard Piqué, cuya presencia con la camiseta roja sufre un repudio que es fruto del hartazgo de muchos ciudadanos ante el doble juego del soberanismo. La última y masiva ofensa al Rey y al himno, calificada por el futbolista como un acto de libertad de expresión, ha dejado secuelas retroactivas y recíprocas. Mucha gente está cansada del agravio continuo, del rechazo, de la malquerencia y, sobre todo, del típico ventajismo nacionalista, que clama por la separación mientras se beneficia del statu quo compartido.
Piqué descarga los abucheos que sufre en la rivalidad con el Madrid, pero es lo bastante inteligente para saber que se trata de una explicación alicorta: cierta pero insuficiente. Aunque el madridismo es una afición acostumbrada a silbar hasta a los suyos –el último, Casillas–, esta bronca brota de un desencuentro más antipático y más hondo, de un malestar sociopolítico generado por el desvarío independentista. El excelente defensa catalán tiene todo el derecho a apoyar la causa de la autodeterminación; lo que no cabe es aspirar a eludir las consecuencias de su explícita toma de postura. Si quiere ser bandera de la exclusión se arriesga a excluirse él mismo. Los soberanistas han crispado la convivencia con un desafío de ruptura y se ha acabado el tiempo de las incoherencias y de las ambigüedades.
El Barça en general y Piqué en particular han decidido involucrar su protagonismo social en un pulso político y no pueden camuflarse en el fútbol a su conveniencia. La agresiva pitada que ampararon bajo la sonrisa complaciente de Mas ha sembrado en el ambiente deportivo el mismo «mal rollo» que provoca en la vida nacional todo el prusés separatista. Hay demasiado cansancio ante esta larga y quejumbrosa tirantez, ante tanto gemido victimista. El independentismo quiere estar al plato y a las tajadas: abandonar España y seguir en la UE, romper vínculos y compartir la deuda, desairar al Rey y recoger su Copa, fundar otro Estado y jugar la misma Liga. Muchos españoles están hastiados de este embudo cínico, de esta interesada doblez que Piqué encarna de un modo natural, casi ingenuo, desde la espontaneidad de una costumbre de toda la vida. Y piensan que si se puede pitar a los símbolos de una nación cómo no se va a poder pitar a un futbolista.

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