IBSEN MARTINEZ
Hubo, en los años sesenta, una popular serie gringa de televisión, The Beverly Hillbillies (en España, creo, se conoció como Los nuevos ricos), que explotaba las excentricidades de una familia de simpáticos paletos de Kentucky bendecida por un reventón de petróleo en su patio trasero.
En los EE UU, en efecto, el subsuelo de tu terreno también es tuyo, de modo que si la Exxon-Mobil, por ejemplo, quiere sacarle provecho al crudo y al gas que pudiera haber bajo tu sótano, tiene primero que hacerte multimillonario. En Venezuela, en cambio, y gracias a leyes que famosamente heredamos del rey Felipe II, el único petrolero verdaderamente ricachón que, sentado sobre un vasto yacimiento de petróleo, fuma indolentemente su puro habano mientras cobra rentas, diezmos y regalías, ha sido el rey; esto es, el Estado.
En consecuencia, desde que nos decimos republicanos, el Estado venezolano es el dueño absoluto de la riqueza mineral, único accionista, desde 1976, de la petrolera estatal y, muy especialmente, el cancerbero de la caja de caudales. A diferencia de, digamos, Dakota del Norte, en los petroestados como Venezuela simplemente no hay sitio para simples particulares dedicados al negocio petrolero. Conviene añadir que, en mi país, como en otras comarcas de nuestra América, el Estado invariablemente se confunde con el gobierno de turno y que cada “turno” puede acogotarnos durante décadas.
Así, pues, el último único gran petrolero venezolano, en el sentido Beverly Hillbilly del término, fue Hugo Chávez. De todos nuestros muy soberanos petromandatarios, fue Chávez quien gozó, sin contraloría alguna, del boom de precios más largo y jugoso registrado en el curso de un siglo petrolero que para Venezuela comenzó en 1913. Se calcula que, aun sin contar el crudo subsidiado a Cuba y los honorarios del profesor español Juan Carlos Monedero, la imaginativa munificencia del padre del “socialismo del siglo XXI” volatilizó, en menos de 15 años, bastante más de 900.000 millones de dólares.
Además de esas inconcebibles magnitudes del dispendio, se registra en mi país un fenómeno solo característico de los petroestados: una indecible incapacidad para sacar verdadero y perdurable provecho de los booms de precios, unida a la disposición a endeudarse hasta los epiplones en tiempos de vacas flacas.
Esta oscilación, verificable históricamente en petroestados tan dispares política y culturalmente como pueden serlo Nigeria, Indonesia, Irán o Venezuela, está estrechamente relacionada con la pregunta que se hacen mis sufridos compatriotas mientras se achicharran al sol de Caribe, haciendo fila para comprar su cuota de papel higiénico o de harina precocida de maíz: “¿por qué, si tenemos las reservas más grandes de crudo del planeta, vivimos como mendigos?”. Circulan respuestas, cortas y largas, a este enigma.
Las respuestas largas se explican con complejos tecnicismos legales y categorías económicas, tales como “incentivos perversos”, porque los gobiernos de los petroestados son maniacodepresivos.
Ocurre que, en tiempos de alza de precios (la fase maniaca), al petromandatario le da por hacer suyas competencias que, ordinariamente, funcionarían mejor en manos privadas, y por acometer también otros múltiples y hercúleos trabajos (“ahora sí alcanzaremos al primer mundo, ahora todo puede hacerse, ahora todo debe hacerse”), en lugar de gestionar eficientemente la lucha contra el crimen, fumigar los charcos que crían la chikunguya o recoger puntualmente la basura. Y tornarse ahorrativos, desde luego: guardar fondos para cuando bajen los precios, algo que jamás hemos hecho.
Chávez, puesto a soñar despierto, fue superlativamente maniaco: una vez imaginó un gasoducto transamazónico que jamás llegó a construirse pero que enriqueció indeciblemente a avispadísimos proyectistas brasileños, bolivianos, paraguayos y argentinos. El demencial proyecto que, de haberse realizado, habría afectado irreversiblemente el sistema climático de la Amazonía, llegó a conocerse burlonamente como el “gasoducto Fitzcarraldo”. La hubris autodrestructiva de Chávez lo llevó a expropiar inconducentemente el aparato agroalimentario privado y a desmantelar la empresa familiar, Petróleos de Venezuela, despidiendo de un plumazo a más de 20.000 imprescindibles expertos petroleros solo por ser opositores.
Son gobiernos, en fin, dispuestos a todo en temporada de precios altos (instaurar un mitológico “socialismo del siglo XXI” a golpes de chequera, por ejemplo) y prestos a culpar a los gringos y su proterva conspiración del fracking, en tiempo de vacas flacas, tal como hace Nicolás Maduro, ahora que, inescapablemente, debe afrontar (y en fase depresiva) una cuota anual de deuda externa que se cuenta en miles de millones de dólares. Todo lo malo de un petroestado es peor cuando no avizora un alza del precio del crudo y se exculpa a sí mismo llamándose socialista.
Es descorazonador advertir que los petroestados no críen ciudadanos sino súbditos cazadores de la renta petrolera que se reclutan en todos los estratos sociales: desde los buhoneros revendedores de productos subsidiados y los grandes contrabandistas de extracción de gasolina subsidiada (¡la más barata del planeta!), muchos de ellos militares gobernadores de estados fronterizos con Colombia, pasando por la banca privada más vivaracha del hemisferio, hasta llegar a los enchufados magos del comercio exterior, dedicados al negocio de obtener, dolosamente, dólares baratos para importar con sobreprecio toneladas de alimentos en estado de descomposición.
De esta corruptora sujeción a la dádiva del Rey Petroestado, nace, quizá, la paciente aquiescencia con que los venezolanos más pobres han sobrellevado lustros de escasez y vejamen, sin dejar por ello de votar al chavismo. Pese a la coerción que obliga a militar en el Partido y vestir franela roja a cambio de un magro subsidio directo en efectivo, cada quien se siente agradecido, y hasta privilegiado, por las migajas que le arrojan, aunque la muerte aceche, día y noche, en cada barriada del segundo país más violento del hemisferio.
¿Tendrá algún día fin este dantesco ciclo? Los optimistas ya hablan de una fecha: cuando prospere el consenso mundial contra el cambio climático y se halle una forma de generar energía distinta al petróleo.
Pero, según reza un dicho premoderno: “Mientras crece el pasto, se muere el caballo”.
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