LLUIS BASSETS
Todo está por hacer y todo es posible. Estamos ante un nuevo comienzo. Empieza una época nueva. ¿Una revolución? No exactamente.
El primer trazo que define la política exterior de Donald Trump y la nueva geometría de las relaciones internacionales que empezará a surgir de su victoria es la incertidumbre. Nos adentramos en territorio desconocido. El presidente electo de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma nuclear. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende. Pero mientras no suceda la incertidumbre permanece y hace su trabajo de erosión, que alimenta la espiral de la desconfianza: sobre el futuro de la Alianza Atlántica, de los tratados comerciales como el NAFTA y TTP, las organizaciones internacionales, desde la OMC hasta la propia ONU, o los acuerdos de reanudación de relaciones con Cuba y de control nuclear con Irán.
Nos quedaremos cortos si pensamos que Trump puede cambiar. En su primer discurso como presidente electo ya ha demostrado que puede hacerlo. Primero, ha contado que Clinton le ha felicitado, sin llamarla crooked (corrupta) ni pedir la cárcel para ella, ha elogiado su campaña y le ha agradecido "los servicios prestados a este país". Luego se ha cobrado los elogios quitándole el eslogan de campaña, together (juntos), para propugnar la unión después de sembrar la división. El mensaje es nítido: en la campaña se pueden decir unas cosas y luego desde la Casa Blanca convendrá hacer otras. Esto no significa que el cambio sea a mejor o que se vaya a hacer bien las cosas; significa que serán otras, distintas. De cara al mundo, al papel que tiene EEUU en el orden internacional y en la gobernanza global y al conjunto de alianzas y acuerdos internacionales, se supone que también puede cambiar. Si ya ha empezado a hacerlo en su noche electoral, podrá hacerlo luego cuantas veces le convenga. Sus posiciones son volátiles. Incertidumbre sobre incertidumbre, por tanto.
Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, poner fronteras a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.
Se abren espacios para que enemigos y adversarios avancen sus peones en el tablero
Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.
Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.
Puede dar juego incluso en las relaciones internacionales, donde encontrará con frecuencia creciente personajes salidos de un molde similar. Rodrigo Duterte, por ejemplo. El bocazas y faltón presidente de Filipinas seguro que se entenderá mejor con Trump que con Obama, que se ponía a tiro de sus insultos intolerables solo con pensar en su elegancia y su correctísima y culta oratoria. En este tipo de carácter reside un fallo de difícil enmienda, que su turbulenta y a veces obscena campaña ha descubierto al mundo entero. Carece de gran número de las llamadas virtudes romanas que se exigía al máximo magistrado del imperio. Solo para mencionar tres de las más imprescindibles y que adornan ostensiblemente al actual presidente Obama: la auctoritas de Trump es escasa, pero su dignitas y gravitas son nulas.
La inestabilidad mundial preocupa incluso a las potencias que pueden aprovecharla
A Trump le falla un valor profundamente apreciado en un mundo tan conservador como el que vivimos y que tiene que ver también con el carácter: la previsibilidad. En su discurso de aceptación de la victoria ha dicho que Estados Unidos procurará por sus intereses en el mundo pero será una potencia benévola, que tratará honestamente a los otros países. Nada sobre el respeto a las alianzas y los compromisos internacionales. Los países socios y amigos de Estados Unidos tienen todos los motivos para la preocupación. Cuanto más socios y amigos, como es el caso de Japón o de Alemania, más preocupación.
Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también es una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.
Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante, anglosajón y xenófobo es el anti-Obama, la reacción al ascenso de los países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita famosa de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". La frase es de la época de ascenso de los fascismos.
Respecto a la gobernanza y al orden internacionales, estamos ante una página en blanco. Es verdad que todo está por hacer y todo es posible. Es un nuevo comienzo, una época nueva. Hay una revolución que está en marcha, pero es reaccionaria, y va en sentido contrario a las revoluciones democráticas, pues mira hacia el pasado y se propone quitar libertades y derechos. Es una contrarrevolución, en definitiva.
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