FERNANDO MIRES
Los periodistas suelen presentar las noticias con denominaciones epocales que después utilizarán historiadores y cronistas. Suele así suceder que el aumento del desempleo en un país es presentado como el “fin de la sociedad industrial”; una simple transacción internacional como parte de “la globalización y del neoliberalismo mundial”; el cierre de un reactor “como el fin de la era atómica”, y así sucesivamente. De tal modo que cuando uno compra la noticia, la compra junto con un supuesto contexto histórico. Hay periodistas que son grandes nominalistas. Así sucedió por ejemplo con el concepto de “La Guerra Fría”, inventado por el periodista norteamericano Walter Lippmann en sus artículos publicados en The New York Herald Tribune en la segunda mitad de los cuarenta del pasado siglo. Hoy, a cualquier historiador parecería imposible designar con términos diferentes aquel periodo que se abre con la formulación de la doctrina Truman (1947) y que termina con el derribamiento del muro de Berlín (1990).
Hasta tal punto las denominaciones periodísticas logran impregnar la historia de nuestro tiempo, que casi nadie se hace la pregunta si, por ejemplo, la Guerra Fría fue realmente fría. Para miles de vietnamitas y para los parientes cercanos de los miles de soldados norteamericanos caídos en Vietnam, la denominación “fría” ha de parecer, en todo caso, una broma de mal gusto. La Guerra Fría fue fría en Washington y Moscú pero en muchos lugares del mundo fue tan caliente como sólo pueden ser las bombas o el napalm.
No deja de ser mayúscula ironía que hoy los periodistas hayan inventado el concepto de “la Nueva Guerra Fría” para referirse al bombardeo sistemático que sometieron los aviones rusos a la población civil georgiana: acto de piratería colonial que creíamos superado por la historia. Para los georgianos por lo menos, la brutal reacción del régimen putinesco no fue nada de fría. Sin embargo no vamos a cambiar aquí los nombres de los periodos históricos, por muy inadecuados que sean. Hay también personas cuya identidad no tiene nada que ver con el nombre que llevan (Justo, Ángel, Augusto, Fidel, etc.) No obstante, el término “Nueva Guerra Fría” para designar al periodo que se abre (supuestamente) con los bombardeos de Rusia en Georgia ocurridos durante el mes de agosto del 2008, parece ser uno de los más desafortunados. De modo que antes que siga expandiéndose, como peligrosamente ocurre, vale la pena hacer cierta resistencia.
Porque decir “Nueva Guerra Fría” significa construir una analogía con respecto a la que de ahora en adelante sería, “Vieja Guerra Fría”.
1.
Para que una analogía funcione, han de primar en ellas las semejanzas por sobre las diferencias. En el caso de la Nueva Guerra Fría, priman en cambio, y de modo abrumador, las diferencias sobre las semejanzas. Lo único que tienen en común los dos periodos es que en ellos se ven envueltos rusos y norteamericanos. En todo lo demás encontramos diferencias. Y para comenzar a nombrarlas, hay que consignar en primer lugar (y por si alguien ya lo ha olvidado) que la Guerra Fría tuvo lugar entre dos potencias geo- militares, EE UU y la URSS.
El objetivo de USA era detener el avance de la URSS -y su proyecto meta-histórico de dominación mundial- dondequiera pudiese aparecer. El objetivo de la URSS era penetrar económica, política y militarmente donde la hegemonía norteamericana abriera flancos. Durante el gobierno de Truman, el imperio soviético perdió casi todas sus posibilidades de acceder militarmente en Europa de modo que enfiló ruta hacia el mundo euroasiático, el africano, el árabe, y en medida menor, hacia América Latina, posibilidad que la dictadura castrista abrió a la URSS.
La derrota militar de EE UU en Vietnam, significó a su vez una terminante derrota de la URSS en el espacio más caliente de la Guerra Fría. Como es sabido, la retirada de las tropas norteamericanas de Vietnam ocurrió después que Kissinger cediera a China el rol de guardián hegemónico del sudeste asiático. La guerra de Vietnam la ganó efectivamente China. China pudo constituirse así en un imperio regional de tipo asiático del mismo modo que la URSS (después Rusia) siguió siendo sólo lo que fue durante la época zarista: un poder imperial de tipo euroasiático.
Esa arquitectura triangular ha predominado hasta nuestros días. El mundo democrático está representado por EE UU y gran parte de Europa más naciones que adhieren a la occidentalidad político-democrática, como son Australia, Nueva Zelandia, Israel, Líbano, Georgia, Ucrania, etc. A los países de América Latina les corresponde, tanto geográfica como políticamente, insertarse en ese espacio democrático. Los otros lados del triangulo están formados por el imperio chino y por el imperio ruso.
Es precisamente esa composición triangular del mundo lo que hace imposible una reedición de la Guerra Fría, caracterizada por una bi- polaridad extrema. La triangulización que asomó rápidamente en la guerra asimétrica desatada por Rusia en contra de Georgia cuando el llamado Grupo de Shangai (Kazajstán, Kirguistán, Usbekistán y Tajikistán) siguiendo a China negó su apoyo al ataque ruso a Georgia, dejando en claro que las relaciones de ahora en adelante, serán predominantemente “orwellianas”, vale decir de 2 a 1. En el lenguaje de Orwell significará para Rusia, que un día China será la representación del “mal”, así como otra vez lo será USA.
Durante un tiempo se pensó que Europa podía convertir el triangulo en un cuadrado. Pero Europa hasta ahora ha sido incapaz, lo ha demostrado consecutivamente, de elevar su poder económico al plano político-militar, debiendo relegar su hegemonía a los EE UU o, como ocurrió en el pasado cercano, practicando una política de abstinencia militar (Kosovo, Afganistán, Irak) En ese sentido, la posición de Europa se asemeja a la de Japón. Algunas naciones europeas y Japón serán poderes económicos, pero no político- militares.
En el marco de esa configuración triangular, se formarán, además, potencias sub-hegemónicas. India no puede serlo sin Pakistán ni Pakistán sin India, y los dos juntos no quieren porque no pueden ni pueden porque no quieren. Brasil y su Mercosur, es la promesa sub-hegemónica latinoamericana a la que quisiera apostar EE UU para ordenar un poco la neurótica Latinoamérica. Irak-Irán, bajo una directriz chiíta común, aparece potencialmente como otra posibilidad sub-hegemónica regional, y así hay otras posibilidades. Mas, en los sustancial, de aquí a un largo tiempo, hemos de acostumbrarnos a pensar la política internacional no de un modo bi-polar, sino desde una perspectiva triangular. Esa triangulización imposibilita cualquiera reedición de la Guerra Fría, por lo menos en los términos bi-polares que la conocimos.
En un segundo lugar debe ser destacado que mientras la Guerra Fría se caracterizó por un antagonismo entre dos modos de producción -uno basado en el colectivismo estatal, y otro en una economía social de mercado- es decir, que se trataba de un antagonismo entre dos “sistemas”, el que presenciamos actualmente entre Rusia y los EE UU es un antagonismo “intersistémico”.
Habría que ser ingenuo para pensar que la actual Rusia representa una alternativa económica respecto a los EE UU. Si es que representa algo diferente, es la radicalización del capitalismo llevado a sus formas más primitivas. Rusia es, efectivamente, la Meka del neoliberalismo pos-moderno. La economía en ese país funciona de acuerdo a la más grande anarquía. Nunca los precios reales coinciden con los oficiales. Los sueldos y salarios son regidos de acuerdo a los simples mecanismos de oferta y demanda. Mientras grandes masas se debaten en la miseria, las mafias controlan totalmente el mercado, tanto el formal, que apenas existe, como el informal, que ya es casi oficial, mercado que incluye, naturalmente, el de los seres humanos. La degradación moral, el alcoholismo, la drogadicción, la prostitución forzada, superan lejos a los de cualquier país civilizado, mientras los nuevos ricos hacen grandes negocios con los representantes de gobierno. Miles y miles de rusos emigran todos los meses hacia otras naciones, sobre todo europeas, a buscar formas más seguras de vida, o simplemente para sobrevivir. Sería interesante que los “ grandes pensadores” de la izquierda latinoamericana, cuya increíble pereza mental les hace designar como neoliberalismo a todo lo que no sea estatista, se dieran alguna vez un paseo por las avenidas de Moscú. Ahí sabrían de verdad lo que es el neoliberalismo. De la corrupción, ni hablemos. Sería necesario escribir un libro.
En tercer lugar, y esto es decisivo, el estatismo colectivista soviético se encontraba ideológicamente asegurado por una cosmovisión seudo- religiosa que logró penetrar hacia el interior de amplios sectores políticos e intelectuales en los propios países occidentales. La “genialidad” de Lenin consistió en extraer de la filosofía alemana y europea uno de sus eslabones -la compleja filosofía económica de Marx- des-contextualizándola radicalmente de su formación originaria. Tuvo lugar así lo que Rudi Dutschke llamó “asiatización del marxismo”, vale decir, la construcción de una ideología de poder de tipo asiático, sobre la base de una filosofía que es inseparable no sólo de la de Kant, Hegel, Fichte, Feuerbach, etc. (sin esa filosofía es imposible entender a Marx) sino de la tradición occidental a la que originariamente pertenece. De esta manera, “el marxismo de la era del imperialismo”, que fue la adaptación de Marx realizada por Lenin a las condiciones derivadas del despotismo asiático, fue convertido por Stalin en una serie de dogmas inapelables, de modo que cualquier iletrado podía recitarlos. Así nació el “materialismo histórico”, ideología oficial del imperio soviético, todavía propagada en La Habana o en esas brigadas chavistas que plagan los países latinoamericanos.
Ahora bien, a diferencia del imperio zarista que hizo del cristianismo ortodoxo la ideología oficial, y del imperio soviético que hizo del “marxismo-leninismo” una cosmovisión ideológica-religiosa, el régimen putinista carece de una ideología legimatoria destinada a alucinar y seducir a la intelectualidad occidental. El putinismo, menos que una ideología, está basado en una práctica intimidatoria: usar recursos militares y energéticos, sobre todo el gas subterráneo, como medio de chantaje político en contra de sus vecinos y las naciones de Europa. Nadie en Occidente puede sentirse atraído por las visiones de mundo de Putin, Medvévev o Lucazenzko. Pero miedo tienen todos. Si las ideologías carismáticas ya no funcionan, al menos funciona la extorsión. Breschnev, quien creía todavía en la fuerza de atracción de las ideologías macrocósmicas –que eso era el marxismo soviético- nunca intentó chantajear a nadie con la limitación de las exportaciones energéticas. Putin, cuya ideología no es más que el simple poder, lo hace todos los días.
2.
Hay naciones que no pueden sino ser imperios. Como en el conocido cuento del escorpión que mató al sapo que lo ayudaba a saltar un arroyo, Rusia no puede luchar contra su naturaleza. Su destino manifiesto, ya sea por su gigantesca extensión, ya sea por su ubicación geográfica, ya sea por su tradición e historia, no puede sino ser imperial. Lo fue en su modo zarista y soviético; lo será en su modo pos-comunista.
En cierto sentido, el imperio soviético fue la redición moderna del imperio zarista. Del mismo modo, el imperio pos-comunista, será la reedición pos-moderna del imperio soviético. El problema, por lo tanto, no es que Rusia sea un imperio. El problema es saber cuales son sus límites. Ese es y será el problema permanente de Occidente: limitar la extensión geográfica del imperio ruso sin cuestionar su condición imperial. Eso significa que a diferencias del otro gran imperio, el chino, que tiene (por el momento) sus límites y áreas de influencia relativamente consolidados, el imperio ruso se encuentra en una fase de reconstitución. Eso es lo que lo hace (también por el momento) tan peligroso para Occidente y para China a la vez.
Interesante es constatar que pese a su más larga duración, el imperio zarista tuvo más o menos la misma suerte que el soviético, hecho que incita a presagiar que el pos-comunista iniciado por Putin, tendrá también un destino similar: perecer y ser sucedido por otra formación histórico- geográfica que, esperemos alguna vez, no sea (tan) imperial como las hasta ahora conocidas.
Stalin, siguiendo la línea del último Lenin, enfiló en una primera fase hacia Oriente con el objetivo preciso de asegurar el núcleo central del imperio zarista. Así, en formato ideológico comunista, logró erigirse como la síntesis de Iván y Pedro el Grande. Incluso, su servil cortesano, el genial cineasta Eisenstein, fue encargado de reivindicar la despotía oriental a través de su famoso film “Iván el terrible”, del mismo modo que hoy Putin quiere reivindicar a la figura de Stalin, aunque sin encontrar todavía el cineasta que haga el servicio; (¿tal vez Oliver Stone, tan amigo de dictadores?) El imperio ruso inició su historia con las conquistas de los territorios que bordeaban el mar Báltico. Hacia 1917, más allá del territorio ruso, el imperio incluía los territorios bálticos, Bielo Rusia, el reino de Polonia, Moldavia (Besarabia), el Caúcaso, Finlandia, la mayoría del Asia central y una parte de Turquía (las provincias de Ardahan, Artvin, Igdir y Kars). Esa fue la herencia que recibió Lenin quien bajo la cínica consigna de “la autodeterminación de los pueblos y naciones”, fue sojuzgando un territorio tras otro, labor que culminó Stalin llevando a cabo, de un modo paralelo a Hitler, los más terribles genocidios que conoce la historia de la humanidad. Aún hoy, leer la magnífica obra de Riszard Kapuscinski, “Imperio”, produce escalofríos.
Interesante es constatar que la caída del imperio zarista ocurrió en gran parte como consecuencia del desarrollo industrial proveniente de Occidente. Muchos años después la economía del imperio soviético sería también erosionada desde Occidente, pero esta vez por el creciente desarrollo de la industria microelectrónica a la que los rusos todavía se limitan a copiar. La occidentalización tecnológica que ambos imperios persiguieron, no podía ser alcanzada sin cierta occidentalización cultural y sobre todo política. Ese es el mismo dilema que hoy enfrenta el putinismo. Convertir al nuevo imperio en una potencia tecnólogica y militar, para lo cual no puede prescindir de relaciones económicas y culturales con Occidente, pero sin suscribir los valores políticos de Occidente. En cierto modo, ese dilema se parece mucho al que enfrentan las naciones islámicas de nuestro tiempo, pero al menos estas últimas poseen una religión como alternativa a las ideas de Occidente, mientras el putinismo, como ya hemos insinuado, no posee valores políticos ni ideológicos propios.
Otra gran dificultad que enfrenta la actual Rusia es que, mientras los bolcheviques recibieron como herencia un imperio casi intacto, el que recibieron los gobernantes pos-soviéticos fue un imperio en desintegración. Esa fue la razón por la cual el propio Gorbachov, tan dispuesto a hacer concesiones a Occidente, luchó hasta el último momento en contra de la sublevación de las naciones y de las nacionalidades. Jelzin, en cambio, usó el tema de la autonomía de las naciones para derrocar a Gorbachov, pensando que ya vendría el momento de la restauración. Ese, el de la restauración parcial del imperio disgregado, es la tarea que ha tomado Putin sobre sus hombros. Los bombardeos sobre Georgia han dejado muy en claro dichos propósitos. ¿Podrá Putin restaurar el imperio soviético? ¿O sólo se limitará a salvar algunas de sus restos? Antes de responder esa pregunta clave será necesario quizás dar un vistazo rápido a la estructura de lo que fue el imperio soviético.
La morfología imperial soviética estaba dividida en cuatro – llamémoslas así- zonas. En primer lugar una zona típicamente colonial: los pueblos, nacionalidades y naciones, a las que pertenecían desde las naciones bálticas, pasando por las euroasiáticas, hasta llegar a las definitivamente asiáticas.
La segunda zona estaba formada por las llamadas democracias populares, dirigidas por las diversas Nomenklaturas comunistas, las que no eran otra cosa que representaciones locales del imperio. Como Checoeslovaquia, Hungría, Polonia o la RDA poseían antes de la imposición del socialismo, economías más sólidas que Rusia, y por cierto, tradiciones democráticas que habían sido violadas, Rusia ejercía sobre esas naciones una dominación precaria. Eran, por tradición y cultura, naciones europeas, de tal modo que la dominación rusa sólo podía llevarse a cabo por actos militares e invasiones. Formaban el eslabón más débil de la cadena imperial, y justo ese fue el eslabón que primero se rompió gracias a las revoluciones democráticas de los años 89 y 90. Mas, antes de ese período, ya algunas naciones habían desertado de la órbita soviética, entre otras, la Yugoeslavia de Tito y, parcialmente, la Rumania de Ceaucescu.
La tercera estaba formada por la zona de influencia, desde donde también aparecieron naciones satélites del imperio. Dicha zona estaba integrada por dos grupos de países que eran, en sus estructuras, muy diferentes entre sí. Por un lado, países del llamado Tercer Mundo hipotecados militar o económicamente a la URSS como Yemen, Mozambique, Angola, durante un periodo, Etiopía, etcétera. Por otro lado, países que lograban salir de la segunda zona sin poseer las energías para escapar definitivamente de la órbita soviética, como el caso de Rumania, y en algún sentido, Yugoeslavia. Entre la segunda y la tercera zona había cierta movilidad, pues no sólo de la segunda caían ocasionalmente en la tercera sino también, algunos países no europeos pasaban a la segunda, como fue el caso de Cuba, Vietnam y Camboya.
La cuarta y última zona estaba formada por las “clientelas” que eran países que conservando una relativa autonomía se ubicaban estratégicamente al lado de la URSS en su lucha común en contra del “imperialismo”, recibiendo como contrapartida, ayuda crediticia, militar y tecnológica. La negociación clientelar se efectuaba por medio de dictaduras que en su estructura eran muy similares a la que regía en la URSS, sobre todo las del estatismo árabe, como las de Siria, Irak, Libia y durante el periodo de Nasser, Egipto. La zona de clientelas no conformaba, en todo caso, un lugar seguro para la URSS pues sus integrantes podían cambiar cada cierto tiempo de bando, como ocurrió con Egipto durante un periodo, con Irak, y con Somalia.
Ahora, ¿qué ha quedado de todo eso? Veamos: la zona europea propiamente tal, la perdió Rusia definitivamente. De la zonas de influencia no le queda casi nada, y lo que no ha perdido frente a Europa lo perdió frente a China. Por cierto, algún gobernante populista enloquecido de esos que aparecen cada cierto tiempo en América Latina intentará entrar a la zona rusa de influencia, lo que preocupa tanto a USA como un refrigerador a un esquimal. En el mundo árabe, Irak está anulado; Egipto, Libia y Siria, están neutralizados. Solo la Siria de Asad sigue siendo un enclave sobre el cual Putin ya reclama pertenencia. Quedan como alternativa, todavía no realizada, las naciones islámicas no árabes, comenzando por Irán nación con la cual Rusia solo puede sellar alianzas a corto plazo. Irán desconfía más de esa Rusia tradicionalmente anti-musulmana que de los propios EE UU.
En fin, lo que resta a Rusia es su capital territorial asiático, amenazado por China, y su capital euroasiático, amenazado desde dentro por fuertes movimientos democráticos, apoyados por el occidente político, con EE UU a la cabeza. Esa es, por el momento, la zona de peligro, la que no quiere y la que no puede perder Rusia sin pagar el precio de dejar de ser una potencia de significación mundial.
3.
Eurasia será el punto neurálgico del futuro, pronosticó hace ya tiempo Zbigniew Brzezinski (The Grand Chessboard, 1997) quien, además, dictó las pautas internacionales de dos gobiernos tan diferentes como fueron los de Carter y Reagan. La profecía de Brzezinski se ha convertido lamentablemente en realidad. El llamado conflicto del Cáucaso ocurrido en agosto del 2008 es sólo una parte del conflicto euroasiático y es desde esa perspectiva como intentan enfrentarlo los EE UU.
De acuerdo a Brzezinski, dos son las naciones geoestratégicas que Occidente no deberá ceder bajo ninguna condición a Rusia. Una es Ucrania, puente entre Europa y la ex-comunidad soviética que limita al sur con el Mar Negro, Rusia al este, Bielorusia al norte, Polonia al oeste y Eslovaquia, Hungría Rumania y Moldavia al suroeste. La otra es Georgia -centro del núcleo caucásico situado entre el Mar Negro y el Mar Caspio y que deslinda Europa del Este de Asia Occidental-. Ese es y será el límite para los EE UU. Pero para Rusia, un imperio sin Ucrania y sin Georgia es demasiado poco. De acuerdo a Brzezinski, la derrota final del imperio ruso deberá ser sellada con la incorporación de Ucrania y Georgia a la NATO que es el objetivo que persigue actualmente la política norteamericana, objetivo reforzado después de la intervención rusa en Georgia.
Para entender mejor la política de los EE UU con respecto a Rusia es preciso destacar que la política internacional norteamericana sigue dos doctrinas, aplicando una u otra de acuerdo a las correlaciones de fuerza que se dan en diversas regiones del globo. Una es la doctrina que inauguró Kissinger; la otra es aquella representada por Brzezinski.
De acuerdo a la doctrina Kissinger, el objetivo fundamental debe ser siempre la búsqueda de un equilibrio que para ser alcanzado requiere asignar al enemigo un espacio de acción bajo la condición de que el enemigo respete los de sus contrincantes. Sólo en caso de que ello no ocurra deberá ser aplicado el rigor de la acción militar. Eso significa en términos simples, que al enemigo debe serle permitido hacer todo lo que estime conveniente en su espacio de acción, incluyendo intervenciones armadas y violaciones a los derechos humanos.
La línea Brzezinski busca, al igual que la de Kissinger, el equilibrio, pero no al precio de sacrificar a las naciones que intentan separarse de la opresión del enemigo. Podríamos decir que mientras la política de Kissinger apunta al equilibrio territorial, la de Brzezinski apunta al equilibrio político. En cierto modo, la segunda es transversal y por esa razón, necesariamente intervencionista. Recordemos, para poner un ejemplo, que la política de los “derechos humanos” proclamada por el gobierno de Carter buscaba apoyar a las disidencias y a los movimientos democráticos anticomunistas tanto en la URSS como en su periferia europea. Kissinger, escandalizado frente a Carter, puso el grito en el cielo. La política de los “derechos humanos” significaba, según Kissinger, desestabilizar a la URSSS y con ello activar su reacción belicista. Brzezinski en cambio ya había entendido que la URSS podía ser definitivamente derrotada atacándola “desde dentro”. Esa línea al fin, era la misma que había intentado aplicar la URSS en Occidente: Atacar a Occidente desde sus interiores, movilizando aquellos caballos de Troya que eran los partidos comunistas, estrategia que fracasó cuando el principal de ellos, el italiano -seguido tímidamente por el francés y por el español- desertó de la dirección soviética para apoyar la política internacional de los países occidentales. Los acontecimientos históricos dieron definitivamente la razón a Brzezinski, y así se explica porque esa línea predomina actualmente en la política internacional norteamericana.
Que la doctrina Brzezinski conlleva más riesgos que la de Kissinger, es evidente. De ahí que, de modo alternado, los EE UU aplican frente a determinados adversarios la línea de Kissinger. Para decirlo en términos simples: frente a la URSS, los EE UU están aplicando la doctrina Brzezinski. Frente a China, en cambio, la doctrina Kissinger, hecho que no computó el gobierno ruso al bombardear Georgia. Probablemente los rusos imaginaron que después del conflicto del Tibet, China, resentida por los reclamos occidentales, iba a apoyar a Rusia en su conflicto con Georgia. Que ello no ocurrió así fue la gran sorpresa de Putin. Evidentemente, Putin no sabía que en medio de las Olimpiadas, China y los EEUU no sólo habían repartido medallas, sino, además, algunas zonas estratégicas. El Tibet, que más allá de su significado simbólico no es demasiado importante para Occidente, podrá seguir bajo la discreta tutela de China, la que a su vez permitirá que los monjes tibetanos mediten con cierta tranquilidad, que con eso no le hacen mal a nadie. El 2-1 orwelliano con el que contaba Rusia, se ha vuelto en su contra.
El objetivo primordial de los EE UU es evitar una expansión territorial excesiva del imperio ruso. Es cierto que después del asalto a Georgia, Rusia se quedó con Osetia del Sur y Abjasia, como premios de consuelo. Pero eso no era lo que quería Rusia. Rusia quería y quiere a Georgia. Los EE UU, a su vez, harán la posible para que eso no ocurra, y en función de ese objetivo cuenta con la mayoría de la población georgiana. En Washington saben muy bien que si Rusia obtiene a Georgia, va a querer después obtener, a cualquier precio, Ucrania. Y si eso ocurre, estaríamos hablando, efectivamente, de un renacimiento pleno del imperio ruso. Así se explica la presión que ejerce el gobierno norteamericano sobre los europeos para que permitan el ingreso a la NATO de Georgia y Ucrania. En cierto sentido, el “error” del presidente georgiano Viktor Yúschenko al intervenir en Osetia del sur, y activar la embestida de Rusia, resultó ser a la postre, una “provocación para provocar una provocación”, y ya hay algunas voces europeas que apoyan la iniciativa norteamericana destinada a ampliar la NATO hacia Eurasia. La alternativa es riesgosa. Significaría simplemente cambiar todo el formato de la política internacional europea, la que deberá, en ese caso, asumir la defensa militar de las recién ingresadas naciones. Tiene razón en ese punto el ex ministro de relaciones exteriores alemán, Jocshka Fischer (El País, 13/09/2008), cuando escribe que si Europa no asume en conjunto esa disposición, es preferible que no intente integrar ni a Georgia ni a Ucrania en la NATO. El remedio, en ese caso, puede ser peor que la enfermedad.
En cierto modo, mientras la política de USA frente a Rusia es “brzezinskiana”, la de Europa es más bien “kissengeriana”. Hay, efectivamente, más de algún gobierno europeo que estaría dispuesto a entregar Ucrania y Georgia a Rusia a cambio de una mayor tranquilidad internacional, y sobre todo, a cambio del gas que viene de Rusia. Después de todo, el invierno europeo es demasiado frío.
Los EE UU a su vez, destacan la parte militar de la doctrina Brzezinsk, olvidando a veces la parte política, que es, después de todo, la más importante. Brzezinski confiaba cien por ciento no sólo en los valores democráticos sino en su capacidad de expansión. En un clima determinado por la hostilidad militar, tales valores no podrán aparecer jamás. En términos concretos, eso significa que los EE UU y Europa deberían comprometerse más intensamente con los movimientos democráticos que surgen en los distintos países eurasiáticos. Mientras el Kremlin financia partidos “pan-rusos” en las diversas regiones que controla, el apoyo que reciben desde Occidente los gobiernos y movimientos democráticos de la región es más bien exiguo. Que la ausencia de democracia era y es el talón de Aquiles de Rusia como advirtió Brzezinski, lo sabe muy bien Putin. No sólo reprime brutalmente a cualquiera demostración pacífica que aparece en Rusia, sino, además, y en el mejor estilo estalinista, elimina físicamente a sus adversarios más destacados. Los asesinatos de los periodistas Magomed Yesloyev, Anna Polikóvskaya y Telman Alischaev, son un simple botón de muestra. El asesinato sistemático de disidentes ya es política oficial de gobierno Putin- Medvévev.
4.
Sin embargo los EE UU vienen realizando hace ya mucho tiempo una política destinada a limar las uñas de Rusia. No me refiero solamente al cerco de misiles que apuntan hacia Moscú desde Polonia y la República Checa. Ese fue más bien la culminación de una estrategia de sistemático cercamiento. Pues, si no queremos suscribir las versiones tipo fast food de la política internacional que nos proveen personajes como Michael Moore o Noam Chomsky -para quienes todo lo que ocurre es producto de la maldad infinita del gobierno norteamericano y sus asesor- hay que convenir que todas las guerras pos-comunistas han tenido algo que ver con Rusia.
No hay que olvidar que la OTAN intervino en contra de Serbia cuando mayor era el acercamiento de Milosevic al gobierno ruso. Tampoco hay que olvidar que las dos guerras de El Golfo fueron realizadas en contra de un tirano, Saddam Hussein, que contaba con el apoyo político y militar de Moscú y que podía, con el tiempo, convertirse en su aliado estratégico. Incluso la invasión a Afganistán tiene connotaciones geoestratégicas anti-rusas que son más que evidentes. EE UU no podía decir abiertamente que al realizar tales acciones combatía preventivamente la posibilidad imperial rusa. Pero para cualquiera que conozca el lenguaje (y el silencio) diplomático sabe que los textos deben ser leídos entre líneas y que en ocasiones, hay que prestar mucha más atención a lo que no se dice que a lo que se dice.
(Nota del autor (Septiembre 2013): Lo mismo se puede decir de la situación sobrevenida en el Medio Oriente después de las revoluciones del 2011. Rusia, después de haber perdido a Libia con la caída de Gadafi, hará lo imposible por conservar a Siria. Siria es la variable fundamental de la “Nueva Rusia”. Si pierde a Siria, deberá recluirse en su territorio euroasiático tradicional y despedirse para siempre de sus proyectos hegemónicos mundiales.
Que Putin ha tomado noticia de la sistemática política de cercamiento a que lo ha sometido EE UU, es también evidente. Sólo así se explica el ofrecimiento abierto que hiciera Putin a EE UU desde la ciudad de Münich, en febrero del 2007. Pocas veces Putin ha sido más claro que en esa ocasión. Aplicando un lenguaje kissengeriano, ofreció a los EE UU una suerte de “paz pactada”, a cambio, por cierto, de que EE UU le permita una suerte de condominio en el espacio eurasiático. De acuerdo a su estilo mafioso, dejó además deslizar un mensaje nada de cifrado. Dijo esa vez Putin: “Rusia tiene amigos que EE UU no tiene”. En texto claro, quiso decir, “si no me aceptan como miembro de la comunidad imperial dominante, yo movilizaré mis amigos en contra de ustedes”. ¿Quiénes son esos amigos? Pues, la mayoría de las naciones no democráticas y antidemocráticas del mundo.
En cierto modo, Putin quiere repetir la táctica de Stalin: convertirse en la vanguardia de todas las tiranías del mundo. El problema es que, primero: esas tiranías son menos que en la era de Stalin; segundo: muchas de ellas siguen a China y no a Rusia; tercero: EE UU está en condiciones de pactar con algunas (casos de Libia, Egipto, Arabia Saudita, etc.) y cuarto: muchas de esas tiranías son islámicas, y después de los escarnios a que ha sometido Putin a la población islámica de Chechenia, ni siquiera los iraníes se sienten demasiado entusiasmados por seguir el camino inseguro que les ofrece Rusia.
En suma, Rusia se encuentra relativamente aislada en su proyecto neo-imperial, situación que intenta aprovechar EE UU al máximo, reduciéndola al mínimo en sus pretensiones. La respuesta de los EE UU es, por lo demás, pragmática: “ustedes podrán ser un imperio, pero solamente regional. Si ustedes intentan acercarse demasiado a Europa, lo evitaremos y eso significa que ni Georgia ni Ucrania deberán formar parte de ese imperio. Si intentan lo contrario, con o sin OTAN, habrá guerra, aunque toda Europa tiemble de frío”.
¿Que hará Putin? La primera alternativa, y sería la más razonable, es aceptar las condiciones que impone EE UU. Eso hicieron Lenin y Stalin cuando les fue cerrado su avance hacia Occidente. Entonces ambos, uno primero, el otro después, enfilaron hacia Oriente. Sin embargo ese Oriente ahora no está vacío. Si entran demasiado hacia el Oriente los rusos chocarán con China, y EE UU no dudará a quien apoyar. El 2 -1 orwelliano seguirá siendo desfavorable a Rusia. ¿Cuál es la otra alternativa? Vladimir Putin sabe que se encuentra en posición de jaque, aunque no de jaque mate. Como ajedrecista sabentambién que en esa posición lo más recomendable es ganar tiempo, moviendo una pieza para un lado, otra vez otra hacia el otro, esperando que el enemigo cometa alguna vez un error. Pero no sólo son ambos excelentes ajedrecistas.
Como ocurrió con el escorpión que mató al sapo que lo ayudaba a saltar el arroyo, Putin no puede luchar en contra de su naturaleza. Antes de abandonar la idea imperial, romperá el tablero de juego. De eso no cabe duda. Y eso lo saben en los EE UU.
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