ALBET CAMUS: CIEN AÑOS NO ES NADA
ALBERTO LLADÓ
La Vanguardia
Se cumplen cien años del nacimiento de Albert Camus. El pensador reivindicaba, en un texto inédito hasta hace poco, la lucidez, la desobediencia, la ironía y la obstinación como los cuatro puntos cardinales para que fuera posible un periodismo libre. Cuatro ideas-fuerza que sirven también para recorrer su teatro, su narrativa y su propuesta filosófica con la misma intensidad.
El cuatro de enero de 1960 el editor Michel Gallimard conduce a gran velocidad su Facel Vega por la nacional 5 francesa, cerca de La Chapelle Champigny. En una recta sin obstáculos, una rueda se pincha. El coche choca de frente contra un árbol. Su mujer e hija sólo sufren algunas contusiones, pero tanto él como su amigo Albert Camus -éste, al instante– pierden la vida por el violento impacto. Una muerte que, como toda la obra del filósofo, simboliza el absurdo del hombre contemporáneo. Pero, ¿qué nos queda hoy de su legado?
El mito en el calor de los días
"En primer lugar, la pobreza jamás me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas", escribió Albert Camus muy tempranamente en El revés y el derecho. Con un padre que perdió muy pronto, y una madre prácticamente analfabeta, el joven juega a fútbol en un país que padece la cara más atroz e injusta de la colonización. Alentado por su profesor del instituto -al que le dedicaría el Nobel en 1957-, comienza las lecturas de Nietzsche. A partir de entonces, escribir se convierte en una necesidad: "mis escritos saldrán de la felicidad. Incluso lo que tengan de cruel", anota en sus Carnets.
Plataforma Editorial publicó recientemente en castellano Solitario y solidario, un álbum realizado por la hija del escritor, Catherine Camus, que contiene una gran selección de fotografías, cartas, citas, bocetos, fragmentos y todo tipo de documentos privados que ayudan a entender a la persona que había detrás del autor de obras tan célebres como El mito de Sísifo, El extranjero o La peste.
Pocas obras como las de este autor, siempre a caballo entre la filosofía y la novela, el ensayo y el teatro, han ido tan dirigidas hacia la acción. Su periodismo, una vez trasladado a París (fue articulista de Le Libertaire o Solidaridad Obrera, entre muchos otros diarios), se convierte en una combate férreo contra todo tipo de fascismos e injusticias. La ideología no puede encarcelar al hombre, y también critica, sin tapujos, los dogmatismos de la izquierda. Dicen que por ello se distancia de Sartre, aunque también hay dudas sobre si esa confrontación fue tan profunda como muchos se encargaron de difundir.
Sobre El extranjero, Camus dice: "no es ni realista ni fantástica. Me parece más bien un mito encarnado, pero muy arraigado en la carne y el calor de los días". Y es que la potencia de su proyecto radica, precisamente, en esa actualización del mito clásico, en la creación de arquetipos a partir de alegorías que interpelan al lector y que son reflejo de la soledad y el desamparo a los que el hombre moderno se somete mecánicamente. La humanidad va hacia el suicidio colectivo. La única solución, la única posibilidad de dejar de cargar día a día con la misma roca, es la creatividad.
La lucha, constante, ha de renunciar a la violencia: "es necesario tener en cuenta la tentación del odio. Ver asesinados a nuestros seres queridos no es una escuela de generosidad. Hubo que sobreponerse a esa tentación. Yo lo hice. Es una experiencia importante", declara en una entrevista de 1957. Entonces, ¿cómo emprender el combate contra el totalitarismo y el pensamiento único? Hay que repensar la vida, el transcurso de nuestras jornadas, para poder afrontar cualquier batalla: "Tal vez incluso existan dos tiempos, el que observamos y el que nos transforma".
También hay que tomar conciencia del mal como algo que no nos es ajeno. La responsabilidad de cómo el poder ejerce su fuerza contra nosotros mismos es, a la vez, también nuestra: "cada uno lleva consigo la peste, porque nadie, absolutamente nadie en el mundo, es inmune a ella". El individuo debe reclamar su espacio, cabalmente, para conocer que es parte de una comunidad. No se puede vivir de espaldas al sufrimiento ajeno, no puede silenciarse la opresión. El testigo no es ciego.
En uno de sus cuadernos de notas, apuntaría: "Al despertar de las grandes crisis históricas nos encontramos tan disgustados y enfermos como la mañana que sigue una noche de excesos. Pero no existe ninguna aspirina para la resaca histórica".
El peligro de la inercia
Su primera novela, L’Étranger (1942), es un texto relativamente corto, pero con un protagonista que desde las primeras líneas representa al ser humano incapaz de sentirse parte de la comunidad en la que vive, que se ha desprendido de sus afectos, y que tan sólo se mueve por la indiferencia y la inercia. ¿Quién es Meursault? ¿Por qué todo parece darle igual?
Alianza ha publicado una edición especial, con bellas ilustraciones en blanco y negro de José Muñoz, y que reproduce la ya clásica traducción de José Ángel Valente. Pero es precisamente en la traducción, en su título, donde encontramos la ambivalencia y el sentido complejo de la obra. L’Étranger puede entenderse como El extranjero -así le llega al lector en castellano- pero también como El extraño, un individuo que no se reconoce en la sociedad que le acoge porque entiende el devenir como un absurdo continuado. Cuando su jefe le propone viajar a París para encargarse de una nueva sucursal, contesta que “no se cambia nunca de vida, en cualquier caso todas las vidas valían lo mismo”. Incluso cuando Marie, la mujer que claramente desea, le propone matrimonio, él le responderá que le da igual. No llorará la muerte de la madre e, inexplicablemente, se convertirá en un asesino sin causa aparente. No se arrepiente ante quien le juzga, tampoco, y lo único que es capaz de sentir es aburrimiento. Ha sido arrojado a un mundo que no le pertenece. Y en el que sus opiniones no valen nada. ¿Hay margen para la decisión personal en la marabunta colectiva?
Meursault, sí, funciona como arquetipo de un ser humano sin esperanza, apático, que afronta con pasividad lo que le sucede porque no hay posibilidad de un relato compartido. Pese a ser su primera novela, hay ya en El extranjero el conflicto que recorrerá la mayor parte de la obra de Camus: cómo ser individuos únicos, libres e indomables, y que ello no reste ni un ápice el compromiso con el otro, tan igual y tan diferente a uno mismo.
En el malentendido, otra de las obras emblemáticas de Camus, está basada en un hecho real: una madre y su hija matan a un viajero que se hospedaba en su hotel sin saber que, en realidad, es el hijo que se fue de casa hace veinte años. Ahí está todo, claro, la necesidad de un origen, el reconocimiento en el (y del) otro, los peligros de las inercias, la banalidad del mal, la falta de escrúpulos, el olvido y/o la culpa, la auto-justificación del crimen, o la proyección de una vida mejor aunque se tenga que pasar por encima de los demás. Cueste lo que cueste.
La tristeza de la vieja Europa, el extrañamiento en un hogar propio, la ciega ambición de una playa desierta, la pasividad secuaz, el canto sordo de una gaviota, el interés frío y calculado, la huida hacia delante… estos y otros tantos ingredientes están combinados con contención y energía, con silencios y aullidos, en la mirada de un autor que nos punza sin misericordia. Y no es un accidente. La vuelta atrás ciertamente es imposible.
La justicia como compromiso ético
En 2012 Capitán Swing publicaba, junto a las Reflexiones sobre la horca (de Arthur Koestler), Reflexiones sobre la guillotina, de Camus. El pensador comienza hablando de los eufemismos utilizados para intentar legitimar un asesinato cometido, de forma reposada y racional, desde el estado. Así, decimos del condenado que "ha pagado su deuda a la sociedad", que ha "expiado" o que a tal hora "se hizo justicia". ¿Pero qué es la justicia?
La supervivencia de ese "rito primitivo" sólo es posible "por la indiferencia o la ignorancia de la opinión pública". Y es que uno de los principales "argumentos" de los que están a favor de la pena de muerte es el de la intimidación, el de la ejemplaridad. Camus desmontará, con tres comprobaciones, que el castigo como tal no funciona. En primer lugar, porque "la sociedad misma no cree en el ejemplo del que habla". En segundo término, porque "no está probado que la pena de muerte haya hecho retroceder a un solo asesino" y, por último, porque se trata de un modelo "repugnante cuyas consecuencias son imprevisibles".
El texto de Albert Camus es clarificador. Si se quiere que la pena sea ejemplar se tendría que televisar la ceremonia. "Hay que hacer eso o dejar de hablar de ejemplaridad", nos dice el filósofo. Si nos fijamos en los países que aplican este tipo de condenas, nos daremos cuenta que cada vez más se ha tendido a disminuir la publicidad de las ejecuciones. Incluso, se defiende que el "paciente" prácticamente no sufre. Se pregunta Camus: "¿Cómo se espera intimidar con ese ejemplo que se encubre sin cesar, con la amenaza de un castigo presentado como suave y expeditivo?".
Que el estado se avergüenza de sus ejecuciones se demuestra con su silencio, con la estetización de sus crímenes. Se hacen museos, se nos explica los medicamentos utilizados, lo "poco" que padecen los ejecutados, sin enseñarnos la parte más repugnante y bestia del proceso, en un intento desesperado de justificar un ritual que "sólo se ajusta a la tradición sin tomarse el trabajo de reflexionar. Se mata al criminal porque es lo mismo que se ha hecho durante siglos". Es una siniestra inercia que "no puede intimidar" porque, en realidad, ya ha renunciado a ello.
Quien cree que un asesino, cruel y despiadado, sopesa segundos antes las consecuencias de sus monstruosos actos –como si utilizara una tabla de pros y contras–, le otorga una capacidad de racionalidad que el homicida o violador no posee. "Para que la pena capital pueda intimidar, sería necesario que la naturaleza humana fuera diferente, y también tan estable y serena como la ley misma", defiende Albert Camus. "Temerá la muerte después del juicio, y no antes del crimen", añade.
El que sí que actúa con premeditación, racionalidad y calma, es el estado que ejecuta a sus condenados. Ahí está la "mancha" moral de las sociedades que defienden la pena de muerte, en su frialdad. Camus apuesta (¡ya en 1957!) por llamarlo por su nombre: se trata de "venganza". Y, nos podemos preguntar, ¿quién no se ha querido vengarse alguna vez?
Que una víctima a quien le han arrebatado a un ser querido reclame venganza no sólo es comprensible. Es justificable. Pero "se trata de un sentimiento, y particularmente violento, no de un principio". Y la ley –nos dirá el filósofo francés– "no puede obedecer a las mismas reglas que la naturaleza". Para algo hemos creado un sistema (imperfecto, siempre) de convivencia. "Está hecha para corregirla", apunta Camus.
En la condena misma, y el propio corredor de la muerte, hay un doble castigo. Para Albert Camus no se puede hablar de "hacer morir sin hacer sufrir". "El miedo devastador, degradante, que se impone durante meses o años al condenado es una pena más terrible que la muerte". El reo se convierte en un cuerpo, "todo pasa fuera de él", al que le obligan, incluso, a comer: "El animal que van a matar tiene que estar en buenas condiciones". De esta forma, se le imponen dos muertes, "siendo la primera peor que la otra".
Para afrontar el tema del mal, que existe y perdura, es fundamental definir qué entendemos por justicia y qué por venganza. Las dos cosas, al mismo tiempo, no hay maneras de unirlas. Camus cree que "resolver que un hombre tiene que ser alcanzado por el castigo definitivo es lo mismo que decidir que ese hombre ya no tiene ninguna posibilidad de enmendarse".
El mejor homenaje, hoy que se cumple el centenario de su nacimiento, sería releer sus textos (Alianza tiene publicadas sus Obras Completas en castellano) para comprender que los mitos no son imágenes estériles, sino llamadas urgentes al presente que nos acecha
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