JEAN MARIE COLOMBANI
Es sin duda una ironía de la historia: el espionaje que llevó a cabo la NSA, el servicio de seguridad estadounidense, a costa de Angela Merkel, puede chocar de frente con la estrategia europea de Barack Obama. En vez de optar por una visión de la Unión Europea en su complejidad y por un liderazgo necesariamente compartido entre Francia y Alemania, el presidente norteamericano había optado resueltamente por Alemania. Explicando que en Europa —por la cual siente poca consideración— solo cuenta Alemania. E incitando a esta a asumir su “responsabilidad”, es decir, a pasar de un liderazgo económico a un liderazgo político. A lo cual, como sabemos, los alemanes se resisten —y con toda la razón—, pues consideran —de nuevo acertadamente— que la historia les exige que no carguen las tintas.
Sin duda se sienten más seguros de sí mismos porque son conscientes de su éxito y de los esfuerzos que han hecho para alcanzarlo. Aun así, ellos, que evitan mostrarse demasiado dominantes, no se ven en el lugar de Francia o Gran Bretaña en el plano geopolítico. A lo cual hay que añadir —y, en cambio, esto no es demasiado tranquilizador— una tentación rusa palpable en buena parte de las élites alemanas. La prueba es el papel que Vladímir Putin le confió a Gerard Schroeder al frente del gasoducto Nord Stream. Esta opción exclusiva por parte de Barack Obama ha venido acompañada de un gran desdén hacia Francia, en general, y hacia François Hollande, en particular. El presidente galo, en efecto, vio cómo lo colocaban ante el hecho consumado tras la marcha atrás norteamericana en Siria. No se trata de discutir aquí lo bien fundado o no de esta: tal vez fuera el momento adecuado para promover una salida diplomática. Concentrémonos en el método: algunas horas después de conversar con el presidente francés sobre la pertinencia y la urgencia de una opción militar, el presidente estadounidense cambiaba de rumbo. Sin avisar. Y mientras tanto, el presidente galo se había comprometido aún más, con las consecuencias imaginables entre la opinión pública francesa.
Sin embargo, he aquí que a Angela Merkel le ha sentado bastante mal, y con razón, el hecho de haber sido espiada, vigilada, escuchada. Lo ha dicho alto y claro, y ha pedido el apoyo de sus colegas europeos para obtener una explicación por parte del Gobierno estadounidense. De modo que ahora es Barack Obama el que se ha visto cogido a contrapié.
La respuesta norteamericana no se ha hecho esperar, aunque ha llegado en otro terreno: el de la gestión de la crisis. Las autoridades estadounidenses han acusado a la Alemania de Angela Merkel de “lastrar” a sus socios europeos con una gestión egoísta. Mutatis mutandis, Estados Unidos ha pedido a Alemania que haga lo mismo que ya han obtenido de China, es decir, prestar más atención al consumo del mercado interior.
Es seguro que una reactivación del consumo en Alemania beneficiaría a sus socios europeos. Una Alemania menos egoísta podría ayudar a los otros países de la eurozona a salir antes de la crisis. Es, por otra parte, lo que François Hollande no ha dejado de pedirle a Angela Merkel, aunque en un tono infinitamente más amistoso de lo que son las amonestaciones norteamericanas.
De algún modo, es también lo que sugiere ahora la Comisión de Bruselas cuando constata que el fuerte superávit de las cuentas corrientes alemanas plantea un problema. Y que el excedente alemán ha alcanzado un nivel tal que ahora Bruselas está autorizada a intervenir.
Lo cierto es que desde el fin de la guerra, Alemania ha construido su modelo exclusivamente sobre la demanda exterior. La variable esencial es pues su propia competitividad. Nunca se ha apartado de ese guion, que tan bien le ha funcionado. Además, su población, considerablemente envejecida, es un handicap para cualquier política orientada hacia el consumo. Un país que ya no tiene hijos es necesariamente menos propenso a consumir.
Sin embargo, aún no hay que perder todas las esperanzas. De la larga, paciente y precisa negociación entre Angela Merkel y los socialdemócratas debería salir un acuerdo de gobierno que prevea, según todo parece indicar, la instauración de un salario mínimo. Y con él, una mayor atención al poder adquisitivo de los alemanes, que debería ayudarnos, en efecto, a acelerar nuestra salida de la crisis.
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