MI AMIGO "EL CAMUSIANO"
Ibsen Martínez
A cien años del nacimiento de Albert Camus, y con todos lo fatales “accidentes” totalitarios, todos los holocaustos, todos los Auschwitz y todos los Gulags del trágico siglo veinte a nuestras espaldas, sigue siendo imperioso denunciar y combatir todas las supercherías de la izquierda.
Tengo un amigo cuya majadería favorita consiste en atascar las ruedas de cualquier regocijada tertulia metiendo entre sus rayos el leño de una cargante pregunta: “¿ Y qué entiendes tú por izquierda” .
Su pregunta viene infaltablemente acompañada de expresiones que subrayan la exigencia deque no se hagan especiosas distinciones entre izquierdas y derechas, que se admita como premisa indiscutible que ambos extremos comparten la misma vocación totalitaria. De lo contrario, mi amigo se acalora y se pone alarmantemente intraficable.
Sus reparos no son en modo alguno insustanciales; su intransigencia, con la que, dicho sea de paso, simpatizo muchísimo aunque pueda hincharnos el bigote, reacciona ante una trapacería intelectual de raigambre europea que todavía anda suelta y haciendo de las suyas, en especial en nuestra América neopopulista.
Me refiero al artificioso engaño, colectivo y a consciencia, que descaminó a buena parte de la intelligentsia occidental y que alcanzó su apogeo en la última posguerra parisina.
Su oficiante mayor fue un gánster de capilla intelectual, llamado Jean Paul Sartre, antiguo fenomenólogo, sedicente “existencialista”, sofista vindicador de Stalin, Mao y Fidel Castro y santo patrono de los charlatanes de café. La forma canónica, digamos, la nuez de esa superchería sarterana entraña una benevolente comprensión para con Stalin frente a Hitler.
Es la misma liberalidad del juicio que todavía lleva a muchos (¡demasiados!) a pensar que las revoluciones socialistas, resplandecientemente desastrosas en sus resultados, están, pese a ello, animadas por tales sentimientos de amor a la humanidad que merecen siempre una segunda y hasta una tercera oportunidad y justifican cualquier bárbaro extremo a cambio de asegurar su superviviencia y, por supuesto, su eventual futuro perfeccionamiento.
Es como si antes de proceder a la colectivización forzosa, a las deportaciones en masa, a los juicios amañados y las atroces purgas, la revolución colgase el cartelito de “disculpen las molestias, estamos trabajando para usted”.
Los extremos totalitarios socialistas siempre se ofrecen como provisionales, como expedientes transitorios que cesarán cuando el enemigo haya sido derrotado. La “dictadura del proletariado” se pensó siempre transitoria, una parada necesaria, una efímera contrariedad antes del nirvana colectivo final, el comunismo, que habría de experimentarse como una oceánica y liberadora solidaridad.
En torno al porqué de esta miope lenidad, del cómo procede el mecanismo de ese mirar para otro lado, ha discurrido gente muchísimo más docta que yo.
Pienso, por ejemplo, en Francois Furet, historiador francés, autor de un libro insoslayable: “El pasado de una ilusión: ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX” (Fondo de Cultura económica, 1995). O en la brillante recensión de la obra de George Orwell que debemos al desaparecido Christopher Hitchens. Se titula “Por qué importa Orwell” (Why Orwell matters, Basic Books, 2002) y en ella, entre otros logros, se detalla cómo fue que que la guerra fría escamoteó el hecho de que Orwell estaba contra todos los totalitarismos y no solamente el de la URSS.
Confío en que, antes de que Maduro y sus estrellas decreten la república islámica-bolivariana para salvarnos del enemigo, cualquier fin de semana pueda yo compartir con mis lectores mis razones para recomendar ir un poquito más allá de Rebelión en la granja. De Orwell, como de Kolakowski, por nombrar sólo a dos fanales, cada uno en su liga, hay mucho que aprender.
Pero hoy esta bagatela está dedicada modestamente a exaltar, no sólo las ideas insobornablemente humanistas, sino la disposición libertaria y la entereza moral de Albert Camus, el novelista combatiente de la resistencia francesa de quien se dice que escribió su famoso editorial en saludo de la liberación de París con una ametralladora junto a la máquina de escribir, presto a defender una libertad duramente conquistada, y a quien sus detractores de la rive gauche sartreana quisieron despachar como “un filósofo para profesores de bachillerato.”
Comencé esta nota hablando de mi amigo, el que se descompone cuando alguien dice “izquierda” como quien dice “agua de azahares”. No puede saber que cuando se planta y exige que le expliquen cómo es eso de que el infierno concentracionario de la izquierda es moralmente superior al de la derecha, yo me digo: “¡Rayos!, se nos volvió a poner camusiano el hombre!”. Al mismo tiempo, pienso que no seriamos amigos ni le tendría yo en tan alta estima, si no fuésemos, a nuestra desmañanada y caribeña manera, camusianos los dos.
Camusiano. No aspiro a inmortalizar la palabra como neologismo digno del Drae, pero, de la misma manera que “garciamarquiano” o “cervantino” tienen sentido inequivoco para quien los lea, para irnos entendiendo creo que no está mal “camusiano”, ¿verdad?.
Un tipo camusiano es alguien que, tal como Camus se exigía, no incurre en la vulgaridad de querer ganar una discusión a toda costa, pero que tampoco deja que le den totalitario gato por liebre sin dar una buena pelea.
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