Miguel Angel Bastenier
El pueblo chileno ha votado presidente —casi seguro, presidenta— con mayor conciencia de éxito que en cualquier momento anterior de su historia contemporánea; o así parecía traslucirse recientemente en los telediarios en que se comentaba el índice de paro español con una cierta conmiseración no exenta de ambigüedad. Y, contando con que el 15 de diciembre la socialista Michelle Bachelet ratifique en segunda vuelta su amplia victoria sobre la candidata de la derecha Evelyn Matthei, el interrogante para aliados y simpatizantes es en qué medida la nueva presidenta va a mantener el eficiente modelo económico chileno de liberalismo matizadamente atenuado.
Los cuatro últimos años de gobierno del centroderecha han sido la cuadratura de un círculo virtuoso. Tasa de crecimiento anual del 5,5%; inflación que no sobrepasa el 3%; 833.000 empleos creados; y una inversión privada del 27% del PIB en 2013. ¿Pueden las reformas que anuncia la líder izquierdista atentar contra un modelo tan ufano de sí mismo? Es legítimo que eso se pregunten sus socios de la Alianza del Pacífico —México, Colombia, y Perú— engolosinados por una apertura a China, en la que creen como en los Reyes Magos.
Bachelet dibuja un triángulo de reformas: educativa, cuyo objetivo es ir hacia la gratuidad de los estudios superiores; tributaria, con recargo a los que más tienen, en parte para costear la anterior reforma; y enmiendas a la Constitución para borrar lo que sobrevive de la dictadura militar (1973-1989), como es el caso del sistema de elección binominal que difumina las diferencias entre primer y segundo clasificado. Pero esa herencia se resiste a morir, porque en las legislativas celebradas junto con las presidenciales la Nueva Mayoría de la líder socialista —antes Concertación— no ha alcanzado los dos tercios de escaños necesarios para retoques constitucionales.
La sombra de Augusto Pinochet ha planeado sobre los comicios porque caía en plena campaña el 40 aniversario del golpe militar con que el general derrocó y provocó la muerte del presidente legítimo, el también socialista, pero no socialdemócrata, Salvador Allende. El presidente Piñera, que aspira a recomponer la derecha, también depurando pinochetismos, perjudicó gravemente, no está claro si de forma involuntaria, a su propia candidata cuando habló de “cómplices pasivos” de la dictadura, y la criticó por negarse a pedir perdón por un régimen en el que su padre fue miembro de una de las juntas militares de gobierno. Mathei, elegida ya fuera de cuenta por los dos grandes partidos de la derecha, UDI y RN, solo pudo defenderse echando balones fuera: “Chile es el único país con un Gobierno no democrático —no dijo dictatorial— que puso fin a su mandato con una elección y entregó el poder en forma decente”. La elección fue el referéndum sobre la continuidad del régimen —tan solo sucintamente aseado— que perdieron los militares, y que dio inicio a una verdadera democratización con el primer gobierno de la Concertación en 1990.
Ante las expectativas sobre el modelo y las intenciones de Bachelet de dar un giro a la izquierda, el expresidente Ricardo Lagos, igualmente socialista pero socialdemócrata de profesión, ha querido acotar prudentemente el futuro situando al Chile de la presidenta del lado de acá de la brasileña Dilma Rousseff: “Si en los noventa se cayó toda la estantería del socialismo real, en 2008 lo fue la del neoliberalismo extremo. No vamos a una izquierdización, sino a un nuevo ciclo político y económico”.
La gran expansión económica chilena, entre 1990 y 2010 bajo los Gobiernos de la Concertación, y desde marzo de este último año, con el centro-derecha, presenta, sin embargo, graves síntomas de desafección popular. El domingo se celebraron los primeros comicios con sufragio no obligatorio y menos del 50% del censo se molestó en votar. Pero aunque eso sea malo en términos históricos, no lo es tanto para Bachelet porque sus votos, expresión de una militancia allegada, son de su exclusiva propiedad. Tendrá que negociar la reforma, pero no dar cuentas a los líderes de su Nueva Mayoría, que incluye DC, PS, PPD, más la adición de un partido comunista, que puede acabar de coartada izquierdizante para una política cautelosa.
Chile está a las puertas del club de países desarrollados. Tiene una renta per cápita en valor real de unos 20.000 dólares, cuando en 1990 era de 5.000. Pero, como dice Lagos, de los 18 millones de chilenos, el 80% está por debajo de ese confortable umbral. El modelo chileno de Bachelet no lo tendrá fácil para remediar tan grave disparidad.
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