martes, 17 de diciembre de 2013

CHILE:TIEMPO NUEVO


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ALVARO VARGAS LLOSA

Si la misión electoral de una líder política es interpretar el signo de los tiempos, no hay duda de que Michelle Bachelet, que ganó con más de 60 por ciento del voto la segunda vuelta, ha cumplido su cometido a cabalidad.


Su victoria contundente nos dice, antes que cualquier otra cosa, que su manera de ser, su discurso y su programa recogen lo que está en el aire chileno: un ansia de maternalismo estatal.
A la madre se la quiere, al padre se lo respeta, dice la sabiduría popular. En el Chile donde el instinto igualitario, dependentista, jubilatorio empieza a desafiar al instinto que hizo el éxito del país, probablemente no haya nada más reconfortante que Michelle Bachelet. El país siente que se ha pasado las últimas décadas dando mucho y ahora le toca pedir.
¿Qué otro elemento podríamos decir que se percibe en el ambiente? Diría que el hastío con los políticos y sus partidos, algo que no es privativo de Chile pero que tardó mucho en llegar al rincón austral de América. El éxito de Bachelet no fue, en estos años recientes, el de la Concertación, a la que hubo que disimular bajo la Nueva Mayoría, razón por la cual a pesar de las bajas cifras de Sebastián Piñera a lo largo de un largo trecho de su gobierno la coalición opositora anduvo my mal en las encuestas.
Desde luego, peor aún resultó este fenómeno de desaprobación social en el caso de la derecha, que tuvo que optar por Evelyn Matthei luego de dos fiascos. Su 25 por ciento de la primera vuelta, aun cuando no difirió mucho del 24 por ciento de Arturo Alessandri en 1993 y del 29 por ciento de Eduardo Frei en 2009, fue una expresión de los tiempos que corren. Lo dice todo el hecho de que Matthei tuviera que competir en la primera vuelta, además de Bachelet, con siete candidatos “independientes” y que esa proliferación se diera bajo un gobierno que hizo posible, hasta el bajón de este año, una tasa de crecimiento de seis por ciento, la creación de unos 900 mil empleos y una reducción de la pobreza. Los tiempos no están para la Alianza tal como estuvo estructurada y dirigida en el último cuarto de siglo. Su 37 por ciento de la segunda vuelta así lo confirma.
Desde hace ya algunos meses se alzan voces de alarma ante el doble temor que les ha despertado esta Bachelet: su programa y sus nuevos recientes, especialmente los comunistas. Estrictamente hablando, ni el programa es por sí solo suficiente para lesionar de muerte el modelo chileno ni los nuevos amigos, que con toda probabilidad no serán parte del Ejecutivo, están instalados en el corazón de la Nueva Mayoría. La eliminación del FUT, el aumento de impuesto a las empresas, la gratuidad de la enseñanza universitaria, la gradual eliminación de la financiación compartida en la escolar, la creación de una AFP estatal y el cambio de la Constitución son medidas y reformas potencialmente peligrosas para el modelo, pero sólo potencialmente.
Y ahí está, creo, el quid del asunto. Bajo una Presidenta Bachelet consciente de la necesidad de moderar las tendencias gradualmente colectivistas de un sector de la sociedad -para ponerles un adjetivo travieso- y una Concertación convencida de la necesidad de preservar el modelo, estas medidas podrían quedar reducidas a modificaciones prudentes. En cambio, bajo una Presidenta Bachelet decidida a correr dos pasos por delante de esta nueva sociedad exigente, esa lista de reformas podría convertirse en el caballo de Troya del populismo latinoamericano.
Muchos factores, como es sabido, apuntan a frenar el impulso que pudiera haber detrás de la victoria de Bachelet. El más importante: que no hay mayoría en el Congreso para el cambio de la Constitución. Otros tienen que ver con la composición muy heteróclita, tanto política como social, de la coalición triunfadora, donde hay sectores moderados que verían con temor una desviación traumática de las corrientes que fluyen hacia la prosperidad. Para no hablar de la figura de Piñera, cuyo reciente repunte es ya un factor moderador de este riesgo, o de la sangre en el ojo que tienen muchos dirigentes de la centroderecha chilena: probablemente llevan en el pecho el fuego de la revancha.
Pero no es allí donde está el problema. Está en la sociedad chilena que lo hizo posible.
Hay en el aire de Chile que había también en la España que se acostumbró al éxito y un buen día lo truncó a fuerza de pedirle a su modelo lo que ese modelo no estaba en condiciones de darle. Con interrupciones y esfuerzos por evitarlo, ese desvío condujo a la larga a la España que vimos todos con asombro hundirse en los últimos años.
A este precedente y a otros debe prestar una enorme atención la presidenta electa. Si no realiza ahora una inteligente labor de ingeniería para contener el cauce torrencial de expectativas y reclamos, la puede desbordar. Si sabe maniobrar con prudencia, puede que algún día la centroderecha chilena agradezca que haya sido ella quien ganara las elecciones porque sólo alguien así podía haber otorgado en este momento la válvula de escape a la presión contenida contra el modelo.
Añade complejidad a este cuadro el contexto latinoamericano. Así como en Chile el populismo se está insinuando en el establishment, en América Latina pasa lo contrario, con ciertas excepciones. Desde México, donde el PRI está dándole la espalda a la tradición de la Revolución Mexicana, hasta Argentina, donde las urnas han censurado al peronismo tradicional, hay síntomas de que millones de ciudadanos presienten que por la mala ruta no llegarán a destino. Esfuerzos como la Alianza del Pacífico han sido en tiempos recientes emblemáticos de esa América Latina ansiosa de modificar una parte de su herencia política. Ojalá que la Presidenta Bachelet y quienes la acompañen vean todo esto con claridad.
No me cabe en la cabeza que el mismo país que supo darle a América Latina una transición ejemplar y un modelo para el desarrollo no sepa esperar al más grande desafío que ese proceso ha enfrentado en un cuarto de siglo: el de sus hijos y sus nietos rebeldes.
Artículo publicado originalmente en La Tercera
 

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