Antonio Sánchez García
@sangarccs
“HONI SOIT QUI MAL Y PENSE” 1
1. Hace ocho meses, cuando poco después de las elecciones del 14 de abril desde las filas de AD y de COPEI se adelantaran las propuestas de avanzar hacia un diálogo con el oficialismo, incluso del reconocimiento a la legitimidad de Nicolás Maduro al frente del gobierno, escribí un artículo – El Diálogo – y junto a algunos colaboradores del suplemento DEBATE FINAL, que entonces dirigía para ser encartado en Sexto Poder, editamos un número dedicado in extenso al tema. Fue el número 2, editado en mayo de 2013, en el que presentaran sus opiniones al respecto José Vicente Carrasquero, Alexis Alzuru, Trino Márquez y Asdrúbal Aguiar. Anticipándonos al período de turbulencias que se abría tras las cuestionadas elecciones presidenciales, escribí entonces: “Se cierra así todo un ciclo de nuestra historia – la llamada VRepública -, entramos a una suerte de interregno en que la Patria navega, acéfala, a la deriva. Y se abre el escenario a un desenlace por ahora oscuro y brumoso. De la sabiduría de la oposición depende que el país no se despeñe a los abismos. Y se abra a los luminosos senderos de un futuro que hoy, por primera vez en 14 años, se avizora. Dios nos asista.”
En cuanto al diálogo mismo, de cuyos presupuestos y buenas intenciones de una de las partes dudaba entonces y continúo dudando hoy, de no mediar una auténtica disposición al entendimiento por imperativo de las circunstancias, escribí:” Acorralados en un mismo espacio, saben ambas partes de esta crisis de excepción que el diálogo sólo es posible – pero entonces deja de serlo - luego de la rendición y el sometimiento de uno de ellos. O cuando menos, cuando medie el reconocimiento a la impotencia de la pretendida imposición totalitaria. Y ni siquiera entonces. Cuenta Norberto Fuentes en su Autobiografía de Fidel Castro que en sus riñas adolescentes libradas en el Colegio Jesuita de La Habana, desoyendo los gritos de rendición de su vencido adversario, seguía golpeándolo con mayor ferocidad. Ante el reclamo de un testigo, que le preguntó por qué seguía golpeándolo con saña si el vencido se había rendido, le habría replicado: “Por eso. Porque ahí es que hay que darles con todo. Cuando se han rendido”. Luego de lo cual me preguntaba: “¿Será posible el diálogo con sus aventajados aunque nada talentosos discípulos venezolanos? La pregunta es pertinente. El diálogo, si no es tramposo y fraudulento como las elecciones, no le hace mal a nadie. Se hará inevitable si queremos evitar una tragedia”. Particularmente si no hay un solo indicio de capitulación. Y no lo hay.
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En cualquier caso: un diálogo empeñado en pleno desarrollo del conflicto, como es del caso, ni supone ni requiere de una tregua o de la suspensión de las hostilidades. Se dialoga, como lo demostrara el diálogo entre norteamericanos y vietnamitas en las postrimerías de la guerra de Vietnam, mientras las partes aceleran y profundizan su intervención para mejorar su punto de arranque en una eventual y posiblemente inevitable negociación. Como se observa en el diálogo entre el gobierno colombiano y la FARC, que tiene lugar en La Habana. Se puede – y se debe – dialogar sin renunciar a ningún esfuerzo por desalojar al contrario. En nuestro caso: reafirmarnos en nuestras convicciones democráticas y exigir el cumplimiento irrestricto de la Constitución. He considerado, pues, que entre los posibles escenarios del desenlace de esta tragedia que hoy sufrimos los venezolanos uno de ellos e incluso el más probable de entre los que rondan los espíritus – una derrota electoral fulminante de uno de los adversarios, una rebelión popular que ponga en jaque al ejecutivo y/o la resolución del empate de fuerzas mediante la intervención de las fuerzas armadas y un golpe militar o cívico militar, incluso la combinatoria de cualesquiera de ellos – sería un desgaste de los contendores que lleve a la mesa de negociaciones y al diálogo para ponerle freno a una sangría que carcome por igual a los dos bandos en conflicto. Y del que nuestras futuras generaciones terminarán pagando los platos rotos.
En condiciones de crisis de excepción y abrumados por la naturaleza cuasi bélica del conflicto extremo que vivimos, dicho diálogo se hace extremadamente complejo y difícil de llevar a cabo. Pero ello no obsta para que se le pueda considerar más necesario que nunca. Y se le impulse. La primera gran dificultad radica en que los protagonistas sustenta sus exigencias en un perverso escenario del todo o nada, con argumentos y principios meta históricos, por no decir irracionales: unos, porque se creen con derecho a hacer tabula rasa de la realidad – nada más y nada menos que una forma de existencia, la república liberal, que ya tiene mal que bien doscientos años de historia asentados en los usos, hábitos y costumbres de millones y millones de ciudadanos, seres de carne y hueso de toda edad, sexo, edad, clase y condición – para construir en cambio su forma antagónica, una dictadura totalitaria de signo castrista. Aunque poco importa su adjetivación. En los hechos, la imposición totalitaria y violenta de una parte de la sociedad sobre la otra. Aquella que resiste el embate porque en la pérdida de la institucionalidad democrática y todos los deberes y derechos concomitantes, de entre los cuales la propiedad privada y la libertad individual, son perfectamente capaces de promover su defensa a sangre y fuego.
Una segunda razón que hace extremadamente difícil arribar a una concertación de voluntades luego de un diálogo honesto, sin trampas ni celadas tiene que ver con los reconocimientos de las reales fuerzas que sustentan las pretensiones de las partes. Mientras la oposición no acepte los métodos y medios empleados por el oficialismo para aparecer como un adversario en igualdad de condiciones, valga decir: un adversario que no es mayoritario a pesar de haber secuestrado todos los poderes y detentar el control absoluto de las mediciones de fuerza – por ahora electorales, gracias a la prudencia de las partes – de una parte; y el gobierno no reconozca la hasta ahora invencible fuerza democrática que exhibe la oposición, a la que no ha logrado vencer a pesar de los severos obstáculos que le ha puestos en su camino, oposición y gobierno estarán acorralados en un callejón sin salida. Tú no me reconoces, yo no te reconozco. Yo dispongo de todos los derechos. Tú no dispones de ninguno. Primera víctima: la sensatez.
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¿Es imaginable un desbloqueo de ese callejón aparentemente sin salida y el encuentro de una suerte de tercera vía, favorecido por el diálogo de las partes? Dicho sin melindres: ¿tiene sentido dialogar cuando sus frutos se ven tan lejanos e inalcanzables? Lo que puede ser expresado en términos propiamente ideológicos: ¿es posible insuflar racionalidad en el discurso del poder en la Venezuela sumida en esta auténtica crisis de excepción?
La muerte de Hugo Chávez y la grave crisis socioeconómica que deja en herencia y cuyos efectos eventualmente devastadores todos prevén para el año entrante, permiten establecer como meridiana una verdad ineludible, que ni la sordera ni la ceguera de las partes pueden ni deben escamotear: el régimen socialista, bolivariano, chavista o como quiera llamárselo es completa y absolutamente inviable en esta Venezuela y en este mundo de hoy. Las elecciones han venido a demostrar de una vez por todas que sin artilugios de eficacia en el corto plazo – como la promoción del saqueo - pero desastrosos luego de los resultados inmediatos, el gobierno está condenado a ir perdiendo sistemáticamente su base social de apoyo. Ha llegado a un punto en que su única puerta de escape es la violencia desatada, la represión totalitaria y el intento por imponerse a través de una dictadura militar de sesgo castrocomunista abierta y sin enmascaramientos. O ceder al imperativo de la realidad. Ayer el truco para aparentar poder fue legitimar el recurso gansteril al saqueo. Mañana, ¿lo será liquidar la propiedad privada no sólo de los medios de producción, sino de las viviendas, los pequeños comercios, los automóviles, los ahorros y cuentas bancarias?
En otras palabras: el gobierno y su régimen han llegado a un punto en el que sus opciones existenciales se estrechan hasta un grado de suicidio. Dado el tamaño de la crisis, la sistemática pérdida de ingresos y el aumento exponencial de los requerimientos y deseos de su masa social de apoyo, el desvanecimiento del llamado socialismo del siglo XXI es un hecho, como lo han puesto de manifiestos sus intelectuales orgánicos más consecuentes. De entre los cuales el más lúcido y valiente, Heinz Dieterich. La única opción real del Poder es negociar para preservar las conquistas de toda índole que lo sustentan. Y poner sobre la mesa de discusiones una arquitectura de poder alternativo. De allí la necesidad del diálogo.
Por parte de la oposición, la misma radicalidad suicida que exhiben quienes promueven el enfrentamiento desde los cafetines del delirio, o el entendimiento, para conjurar salidas de fuerza que por ahora lucen distantes, brumosas y carentes de garantías de futuro. Su opción al diálogo surge del convencimiento de que apostar al desgaste del gobierno, a la profundización de la crisis y a una salida violenta puede ser mucho más gravosa e impracticable de lo que creen sus impulsores.
Aparece el “diálogo” como un intento por desarmar una bomba de tiempo del que sólo el delirio puede esperar algún fruto. Un atajo que la racionalidad pareciera estar dispuesta a conjurar. Si a ese fin coadyuva el diálogo que apenas se asoma, bienvenido sea. El tiempo, el implacable, terminará por ser juez y parte de un conflicto que sigue arrastrándonos por la calle de la amargura. Y al que hay que ponerle fin cuanto antes.
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