Karl Krispin
El 15 de enero de 1989 hace 25 años, Sándor Márai escribía a mano en su diario: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.” La hora llegaría el 21 de febrero con una bala alojada en su cabeza. A diferencia de otros suicidas, Márai marcaba 89 años, se había quedado viudo después de 62 años de matrimonio y debía ser internado en un asilo. No lo resistió. Su muerte pasó desapercibida así como su inmensa obra desde que abandonó Hungría en 1948, gracias a la plaga del socialismo. Poco tiempo después caería el Muro de Berlín, desaparecerían las dictaduras del Este de Europa, la conciencia libre se impondría y sólo algunas comarcas estúpidas del Tercer Mundo seguirían pensando en el perverso guiñol de la tiranía. Hablando de déspotas, los Castro en estos días cumplen más de medio siglo violando los derechos humanos a su pueblo y succionando como la sabandija los recursos ajenos de países como el nuestro.
En su tremenda obra, Márai recorre la arquitectura impecable del imperio austrohúngaro, de su herencia, en su nostalgia por el orden y en el que cada persona se enorgullecía de ocupar un puesto en la sociedad. Con esta certeza inequívoca se había logrado edificar en el corazón del Viejo Continente una Roma centroeuropea donde convivían diversas nacionalidades y etnias que miraban hacia dentro en un sereno equilibrio, antecesor dicho sea de paso de la Unión Europea. Se estableció una estructura que parecía diseñada con criterio de eternidad. El respeto era una de las cosas más apreciadas y sus habitantes no descuidaban que cada cual tuviese su dosis de dignidad en aquel mosaico de cortesía, formas y maneras. Pero ese orden que retrata Sándor Márai en sus novelas pudo ser conquistado gracias a la existencia de la clase y el espíritu más extraordinarios de la época moderna, cuya razón de ser descansa en una permanente inclusión: la burguesía.
La burguesía nunca será una clase parasitaria. Quienes la abuchean y disparan sus dardos deben ser juzgados no sólo por militar en la imbecilidad, sino por su ignorancia que es el destino de los pobres de espíritu. Porque el mundo moderno es realización de la burguesía emprendedora, hacedora, innovadora y las naciones prósperas son las de burgueses productores de riqueza. Todo aquel que aprecie el mundo, su arte, su literatura, su música, las expresiones de su cultura, las salas de sus museos, su industria, sus aviones, sus orquestas, sus automóviles y sus buques, debe igualmente recordar que esa fuerza creadora es la fuerza de la libertad: la labor de la burguesía en su afán de establecer un mundo democrático y productivo despojado de prejuicios, supercherías y castas sociales. La burguesía es la clase social que ha fabricado la democracia. Los no burgueses han sido los albañiles de cárceles, patíbulos y mordazas. La democracia acuñada por la burguesía expresa un espacio para defender los valores de la emancipación en que todos tienen cabida y derecho a la prosperidad.
Márai señalaba no sin críticas que el burgués creaba para escapar de la soledad. Concepto que si examinamos con detenimiento nos lleva a que todo acto de creación tiene una proyección social, de encuentro con los demás. En 1989, luego de su muerte y la del bochorno socialista en la Europa oriental, la obra de Márai cobró una importancia universal. Los húngaros, los europeos y el resto del planeta se encontraron con su literatura, escrita además con la elegancia de quien sabe como pocos el lugar que deben ocupar las palabras en la fijación de este mundo. Para Márai los imbéciles abundaban. “Ellos sí que son peligrosos”, sostenía. Especialmente aquellos que luego de destruir exhiben como única realización la ceniza de lo que han incendiado en las sociedades.
Karl Krispin
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