Tulio Hernández
Roberto Mesutti, el actor que preside una falsa ONG pro gobierno paradójicamente denominada Movimiento por la Paz y la Vida, no debe tener familiares, ni amigos, ni conocidos ni compañeros de trabajo. Mesutti, el hombre que apareció en la televisión oficial al frente de un grupo de gente del espectáculo, tratando de minimizar el trágico significado político y el drama humano del asesinato de Mónica Spear y su pareja, no debe andar nunca por la calle, ni leer prensa, escuchar radio o ir de compras.
Porque en esta nación de gobiernos fracasados, ciudadanos desamparados y asesinos enloquecidos resulta estadísticamente imposible que exista una sola persona que no se entere a cada rato o viva a través de los medios, un pariente cercano, un vecino o un amigo la noticia de un atraco, un secuestro, un motín carcelario o un asesinato.
Trato de respetar a todas las personas, de no caer en el atropello y desprecio por los adversarios que practican con saña implacable los maduristas. Pero desde la indignación más dolorosa, en un país empantanado de homicidios en donde solo en el año 2013, según las instituciones académicas que estudian el tema, ocurrieron 24.763 asesinatos, me siento obligado a afirmar que una persona con responsabilidades públicas tiene que ser demasiado sinvergüenza, extremadamente hipócrita, desvergonzadamente mentirosa y, sobre todo, despiadada y cruel con las víctimas, sus familiares y amigos para llegar a falsear la realidad imbécil e impúdicamente negando ante los medios internacionales que en Venezuela haya inseguridad.
Y eso, exactamente eso, fue lo que hizo a través de CNN en Español este hombre, obviamente agente a sueldo de los rojos. “En Venezuela todos nos sentimos seguros”, afirmó el día 8 de enero, cuando todos aún estábamos consternados por el asesinato de una personalidad pública, Mónica Spear, que en vida había oficiado dos de los papeles con más peso en nuestro imaginario de masas: el de reina de belleza y el de actriz de telenovela.
¿Por qué Mesutti y el club que le acompaña se prestan a esta farsa? ¿Por qué son indolentes, no tienen corazón? ¿Por qué forman parte de una minoría de venezolanos que tiene la suerte de no haber vivido la desgracia de un amigo, un familiar o un conocido vejado, atracado, secuestrado o asesinado? ¿Por qué nunca jamás se enteraron de que el actor Yanis Chimaras murió asesinado por un delincuente, igual que Libero Iaizzo, el manager de la banda Caramelos de Cianuro, o de cómo abalearon al cantante Onechot?
Nada de eso. Como todos los venezolanos, ellos tienen que saber exactamente lo que ocurre, la desgraciada atmósfera de inseguridad y miedo en la que nos desangramos anímicamente quienes decidimos quedarnos con la esperanza de transformar esta demencia de país. Pero ellos –los miembros del club pingüino de la farándula roja– asumieron venderle el alma al diablo, aceptar el papel de muñecos de ventrílocuo, y salir cada vez que se lo ordenen a intentar salvar, no importa a cuál costo ético, el pellejo de un proyecto político que entre más tiempo pasa más insalvable es.
Un proyecto político y un gobierno que vive alardeando de guerrear al imperio, que gasta más dinero en armas bélicas que en hospitales, escuelas o viviendas, pero que no es capaz de contener unos vulgares delincuentes y garantizarles a sus ciudadanos el elemental y sagrado derecho a la vida.
A la cúpula chavista, como buen autoritarismo, le importa un bledo la vida de los ciudadanos. Solo le importa la opinión pública. Es decir, el sometimiento masivo. Por eso, en vez de un buen sistema judicial, policial y educativo invierten todas sus energías en un incansable aparato propagandístico. Y para eso está el club de la farándula roja. A la orilla del mar, frente a las cámaras, como en aquella alegoría de Edgar Morin que no dejo de citar, toman buches de agua salda y repiten una y otra vez, como una letanía: “Esto no es agua salda, esto es limonada. Esto no es…”. Y así sucesivamente.
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