Lluis Bassets
John Kerry quería ser presidente y no lo consiguió. Pero también quería ser lo que es ahora: secretario de Estado, el cargo más poderoso del país más poderoso después del presidente. Y ya lo es desde hace 11 meses.
Quizás no es el mejor momento para lucir en la escena internacional. Su presidente se halla ensimismado en el desgaste de la política interior. Y su país, cansado por las dos guerras del anterior presidente, intenta desplazar su preocupación estratégica allí donde se juega el futuro, que es en Asia. No importa. Para John Kerry es una oportunidad, y en su caso la última oportunidad. No habrá más. Tiene 70 años y una larguísima carrera política a sus espaldas que, como todos, quiere terminar bien, o muy bien si es posible.
Cuenta con títulos para ingresar en el cuadro de honor de los grandes secretarios de Estado que dejaron impronta en la historia, como Kissinger con el fin de la guerra de Vietnam y la apertura a China o James Baker con la victoria en la guerra fría y los acuerdos de Oslo. El más destacado, su experiencia durante casi tres décadas en la Comisión de Exteriores del Senado.
Pero lo que más cuenta es el hambre de balón, ambición imprescindible para un político como para un futbolista. En el año que lleva en el cargo ha viajado más que muchos secretarios de Estado durante un entero mandato: la mitad del tiempo, 140 días exactamente, ha estado fuera; ha volado 480.000 kilómetros y visitado 39 países.
Oriente Próximo, en la versión ampliada de Bush, que alcanza hasta Afganistán, es lo que ocupa el grueso de su trabajo, con tres mesas de negociación simultánea abiertas o a punto de abrir —la bomba nuclear iraní, la guerra siria y el conflicto Israel-Palestina— y dos conflictos que debieran estar cerrados pero no lo están: el de Irak que reabsorbe la guerra siria, con el conflicto entre chiítas y sunitas y la reaparición de Al Qaeda; y el acuerdo de seguridad con Afganistán, de donde deben partir los estadounidenses a finales de año.
Con tantos frentes abiertos, lo normal es que fracaso y éxito se repartan de forma razonable. Su apuesta es por la paz entre israelíes y palestinos, a la que dedica el grueso de las energías. Diez viajes a la zona. Veinte rondas de conversaciones. Los esfuerzos han empezado dar frutos: medidas de confianza como la liberación de presos palestinos por parte de Israel y renuncia a recurrir a los tribunales internacionales por parte de Palestina; y las habituales medidas de desconfianza para subir la apuesta, como la construcción de nuevos asentamientos o el reavivamiento de exigencias drásticas por las dos partes.
Salvo Kerry, nadie más parece creer en el éxito. Si triunfa, salvará la presidencia de Obama e incluso le eclipsará, como ya ha eclipsado a Hillary Clinton. Nada malo le sucederá si no lo consigue. El riesgo no carga sobre su futuro.
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