domingo, 19 de enero de 2014

Uslar Pietri y el laberinto


 EDGARDO MONDOLFI GUDAT

A Humberto Njaim, por repensar a Uslar.


Tal vez no resulte novedoso sostener que Arturo Uslar Pietri le hizo pocas, muy pocas concesiones, al sistema político que se edificó en Venezuela a partir de 1958, tras el fin del llamado “decenio militar”. Se trata de algo paradójico si se quiere, puesto que la codificación del Pacto de Puntofijo fue lo que justamente abrió las puertas para que el escritor incursionara de vuelta en los predios de la política, territorio del cual se vio forzosamente apartado desde la caída de Isaías Medina Angarita el 18 de octubre de 1945.

Hablamos en este caso, aunque casi sobre decirlo, de quien –en palabras del historiador Ramón J. Velásquez– fuera la máxima figura civil de aquel régimen, su ideólogo, secretario todopoderoso de la Presidencia, Ministro de Hacienda, Ministro del Interior y de quien se decía que ejercía una influencia avasallante sobre el propio Medina. De modo que subrayar, como por su parte lo hace el politólogo Humberto Njaim, que Uslar fue la figura más brillante de aquel orden demolido por obra de la revolución octubrista no comporta ninguna exageración. Lo que en cambio sí llama la atención es que su regreso a la política, pese a traer a sus espaldas un amplio expediente de experiencias y reflexiones, incluyendo una temporada en el exilio, lo llevara con frecuencia a negarse a ofrecer una visión constructiva de la realidad nacional una vez recobrada la senda democrática.



Lo dicho hasta aquí podría sintetizarse en la idea de que, sólo raras veces, Uslar se mostró dispuesto a darle una tregua al sistema. De hecho, la suya fue, casi invariablemente, la gramática de la catástrofe. Por ello cuesta hallar en sus diagnósticos algún indicio de que el ensayo de convivencia democrática, más allá de lo fácilmente criticable, fuera al mismo tiempo capaz de permitir que la sociedad venezolana se hiciera cada vez más compleja y exigente. Y no sólo ello: tampoco resulta fácil detectar, en su papel de opinante, que Uslar considerara que ese sistema fuese capaz de estimular la formación de una ciudadanía moderna, hecha de capacidades y pericias que se derivaran a su vez de las crecientes expectativas de movilidad que ofrecía la naturaleza petrolera de nuestra economía.



Para remitirse a las pruebas basta consultar el Índice de su columna periodística Pizarrón, preparado por Francisco Barbadillo en 1996. Se trata de la fuente más completa que existe a la hora de apreciar lo que, a lo largo de casi cincuenta años, Uslar registró en su columna que, bajo ese nombre, publicara semanalmente en el diario El Nacional. Pero el Índice al cual hago referencia también tiene un lado flaco para el propio Uslar: revisarlo permite descubrir lo que, a lo largo de esos 50 años, minimizó, desatendió u optó por ignorar a la hora de sentarse frente al teclado. Pocas son, si se revisa con cuidado tal Índice, las menciones que hace Uslar de los logros cosechados, en el orden material o cultural, durante la etapa que se inició a partir de 1958. Puede que figure, por ejemplo, algún artículo dedicado al Sistema Nacional de Orquestas creado en 1975; pero sus celebraciones de lo logrado no van mucho más allá, por mucho que otros proyectos alcanzaran también una notable continuidad institucional o profesional durante el período que vio sus funerales en 1998. 



Lo mismo ocurre con el caso del petróleo. Uslar jamás dejó de serle fiel a su creencia de que los ingresos petroleros simplemente se fueron por un sumidero. Gustaba sacar la cuenta comparando el volumen de ingresos recibidos por el fisco nacional con el número de planes Marshall que había costado la experiencia venezolana en materia de petróleo. Pero su posición crítica no estaba exenta de debilidad. Incluso, su mensaje catastrófico luce en cierta forma opacado si se piensa en la forma como parte importante de ese provento sí se reinyectó para provecho del país y para lubricar y modernizar sus bases. Tampoco me parece que Uslar le dedicara una mirada más o menos atenta a lo que significó Pdvsa como una industria manejada con alto grado de gerencia y profesionalismo hasta el punto de llegar a ser considerada, en un momento determinado, como uno de los holdings más respetables del mundo. Así como tampoco creo recordar que el autor de Lanzas Coloradas le diera alguna importancia a la adquisición que hizo el Estado venezolano de refinerías en Alemania, Suecia, EE.UU. y el Caribe ni, por esa vía, a lo que significó la dimensión que el régimen democrático pretendió darle a la estrategia de internacionalización petrolera. Menos aún recuerdo haberle oído decir una sola palabra acerca de lo que significó la creación de Intevep ni lo que allí, gracias a una hornada de estudiantes formados dentro y fuera del país, se investigó para hacer más eficiente o rendidora la amplia oferta de crudos venezolanos. 



Cabe decir por otra parte que no hubo autor venezolano que, como Uslar, fuera más promovido por la acción cultural del Estado democrático, para no hablar de los homenajes que se le tributaron, ni de los cargos para los que fue designado en representación de la nación venezolana. Se trató de una forma, especialmente de parte de los jefes de Estado que procedían de las filas de Acción Democrática, de reconocer la inteligencia y brillantez del antiguo adversario político. Y, sin embargo, cabe preguntarse: ¿cuánto de veras fue su nivel de compromiso con ese sistema que contribuyó a crear a la caída de Marcos Pérez Jiménez?

Njaim maneja con reserva la tesis de que Uslar fuera, a la larga, un factor de destrucción del sistema de Puntofijo. Incluso, va más allá cuando señala que Uslar no fue el único que le abrió caminos a la antipolítica en Venezuela. Hasta allí coincido; pero nada me priva de agregar que Uslar, a través del imán de su autoridad mediática, contribuyó en buena medida a cultivar ese morbo que nos condujo al lodo que vino después. Su poca disposición a ser específico en muchas ideas, o una tendencia a refugiarse normalmente en generalidades, hizo que sus admoniciones fueran tan amplias que, hoy por hoy, cualquiera podría detenerse en muchas de las cosas que dijo y reiteró hasta el cansancio para concluir reivindicando el carácter supuestamente profético de sus palabras.

Ese es el otro Uslar que no puede perderse de vista: el que como preceptor del país y admonitor nacional, revestido de la palabra sagrada del augur, raras veces consideró la posibilidad de ser profeta de sus propias equivocaciones. No sin razón, el historiador Manuel Caballero solía atribuirle la pésima autoestima del venezolano, entre muchas otras cosas, a la inclemencia con que Uslar nos fustigaba casi a diario. Quizá haya algo de exageración en ello; pero no deja de ser llamativa la forma como Caballero daba a entender así que una conciencia lúcida podía convertirse también, llegado el caso, en un pesado y antipático fardo. 

Lo que caracteriza a los políticos verdaderos es que reivindican la consistencia de sus intenciones. Por mucho que se calificara a sí mismo de escritor antes que de político, Uslar terminó siendo inconsistente con el mensaje liberal que venía preconizando desde su reinserción en la vida nacional en la década de 1960. De hecho, su partido, el Frente Nacional Democrático, fundado en 1964, fue la expresión de quienes insistían en que la economía venezolana requería de un sector privado que no se viera tan agobiado por las trabas ni que tuviese que competir en condiciones de franca desventaja ante el carácter macrocéfalo que empezaba a cobrar el Estado.

Sin embargo, el arribo de la década de 1990 y, con ella, de la oportunidad histórica que habría significado sanear las bases de la economía venezolana, imprimirle un carácter más productivo y, por ello mismo, enmendar mucho de su naturaleza rentística, hizo que la posición tradicionalmente liberal de Uslar naufragara en un confuso estado de cosas al cual él mismo contribuyó enviándole mensajes contradictorios a una sociedad que lucía desorientada y en trance de crisis. Al sostener que las medidas económicas tomadas por el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez eran acertadas pero aplicadas con poco tino, Uslar apenas llegó a arrimarle la punta de la canoa al impulso reformista que caracterizó a ese gobierno. No quiso ir más allá. Al contrario, se sumó a las filas de los impacientes y de quienes apostaban a tirar una parada o darle un palo a la lámpara, cualesquiera fuesen sus consecuencias. De hecho, al integrarse como pontifex maximus al llamado Grupo de los Notables, ni siquiera intentó establecer una frontera seria ante quienes diagnosticaban las enfermedades del sistema sin ofrecer una terapia adecuada. Suena duro decirlo, pero Uslar actuó en ese contexto como pescador en aguas revueltas. Pidió –es cierto– reformas sustantivas; pero también reclamó medidas extremas, como la renuncia en pleno de la Corte Suprema de Justicia. Y hasta vaticinó golpes de Estado que, en su caso –dada su ascendencia– equivalió a estimularlos.


Vale preguntarse entonces si, en el Uslar de esa última época, no terminaron de privar más los inveterados odios históricos hacia quienes lo desplazaron a Medina y a él del poder en 1945 que la claridad de sus convicciones liberales. En este sentido, todo hace suponer que la crisis de los tempranos años noventa llegó hasta las puertas de su casa en la avenida Los Pinos de la Florida convertida en una tentación que le permitiría pasarle una factura definitiva a quienes truncaron su vida política en 1945. Ello, como he dicho, a pesar de las distinciones, honores y reconocimientos que los protagonistas del propio sistema se encargaron de tributarle al anti-adeco de mayor estatura intelectual. 



En todo caso, visto como se vea, Uslar jamás creyó que ningún sector nacional había dado la talla durante los años posteriores a 1958 y, además, siempre actuó creyendo que si algo no estaba perfectamente bien era porque tenía que estar completamente mal. Por eso es que, al margen del importante novelista, ensayista y cuentista que fue, cuesta mucho avenirse con su trayectoria dentro de aquel laberinto engañoso que es la política donde, muchas veces, suele privar la muy pragmática ideas de que el enemigo de lo malo es siempre lo peor. 

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