DIEGO BEAS
EL PAÍS
Al menos durante los últimos 30 años, la escuela económica conocida como de “agua dulce” (conservadora) se ha ensañado con un tema en particular: la incompetencia del Estado. De sus instituciones, su burocracia, sus programas de gasto. La crítica es aún más acentuada cuando se trata de la participación del Estado en temas de investigación, desarrollo e innovación. El Estado, según esta visión y especialmente en este caso, se debería de limitar a recitar el famoso mantra: laissez-faire, laissez-passer.Esto es, establecer las condiciones de competencia básicas y retirarse para que los mercados hagan su magia. Buena parte de la ideología conservadora moderna, de este y del otro lado del Atlántico, se ha construido más en repetir esta mentira 1.000 veces que en demostrar empíricamente la supuesta eficacia del repliegue del Estado.
Un debate fundamental, en un momento en el que el Gobierno recorta presupuestos de investigación como si no hubiera un mañana y no cuenta con una estrategia de largo plazo para colocar a España en el centro de la economía del conocimiento y la innovación.
La entelequia ideológica de la incompetencia del Estado se cae en pedazos, sin embargo, cuando miramos con detenimiento la evolución del espacio de la tecnología, la innovación y el papel del Estado durante el último medio siglo. Temas cruciales para el desarrollo económico como la creación de fuentes de energía, el transporte, la investigación y el desarrollo en ciencia básica y aplicada, la incubación de nuevas tecnologías, entre muchos temas más, apuntan precisamente en el sentido contrario. No solo el Estado ha sabido invertir recursos de manera estratégica y promover tecnologías críticas para el desarrollo económico; sin su participación directa, muchas de las innovaciones más importantes de las últimas décadas nunca hubieran visto la luz del día.
Ya en 1926, en su ensayo The end of laissez faire: the economic consequences of the peace, Keynes lo apuntaba: “Lo importante no es que el Gobierno haga las mismas cosas que los individuos ya están haciendo, que las haga un poco mejor o un poco peor; lo importante es que haga aquellas cosas que nadie está haciendo en el presente”. Y eso, precisamente, es lo que hicieron algunos Gobiernos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Comenzando por el estadounidense.
Fue financiación estatal, también (en este caso de la National Science Foundation), la que permitió que dos ingenieros desconocidos trabajaran en el algoritmo que descifró la forma más efectiva de clasificar la web —mucho antes de que encontraran la fórmula comercial para fundar Google y convertirla en una de las compañías más rentables del mundo—. Lo mismo sucede en sectores como el farmacéutico (NIH), de nanotecnología (National Nanotechnology Initiative) y biotecnología (NIH nuevamente; o el Medical Research Council en Reino Unido). Según cálculos del MIT, en estos tres sectores el capital riesgo llega entre 15 y 20 años después de que fondos públicos hubieran establecido bases de investigación confiables para el capital privado. Un dato que en pocas ocasiones toma en cuenta el Estado cuando diseña políticas de I+D de largo plazo.Como pocos otros, el estadounidense ha sido uno de los más activos cuando se trata de invertir y apostar por sectores estratégicos. Sobre todo aquellos relacionados con la innovación y las nuevas tecnologías. La lista es inabarcable. Pero un breve repaso ilustra su importancia y extensión: desde la tecnología que permite ubicar el restaurante más cercano en un iPhone (Departamento de Defensa), hasta la que permite dar una instrucción de voz a un programa informático (Departamento de Defensa); pasando por las curas más eficaces contra el cáncer (National Institutes of Health). La investigación en energías renovables (American Recovery and Reinvestment Act; en China, el China Development Bank; en Brasil, el Banco Nacional de Desenvolvimento); el desarrollo de la infraestructura y los protocolos que se convirtieron en Internet (Departamento de Defensa). La tecnología detrás de la pantalla táctil de cualquier dispositivo móvil (Departamento de Defensa: sus orígenes están en la competencia entre Gobiernos durante la guerra fría). Son otros tantos ejemplos que fueron financiados y desarrollados inicialmente con recursos del Estado. Y esto por no hablar de la NASA y las incontables innovaciones que han surgido de los laboratorios de la agencia espacial (solo las llamadas “punta alar” al final de las alas de los aviones comerciales —desarrolladas por la NASA— ahorran miles de millones en combustible al año a la industria aeronáutica). O del CERN en Europa, uno de los laboratorios más avanzados del mundo.
A una conclusión similar llega la investigadora de la Universidad de Sussex Mariana Mazzucato, en un fascinante nuevo libro titulado The entrepreneurial State: debunking public vs. private sector myths(Anthem, 2013), una explicación amplia sobre el papel del Estado en la innovación.
La confusión sobre el papel del Estado viene principalmente de la veneración ciega y absoluta por lo que se conoce como venture capital(capital riesgo). De pensar que es la única y monolítica fuente de financiación. De que solo se puede conseguir en el ámbito privado y que solo hace falta promover un sector nacional de capital riesgo potente para que los brotes verdes de la innovación comiencen a surgir por todas partes.
Lo hace, sobre todo, creando lo que los economistas llaman “sistemas de innovación”. Es decir, “redes de instituciones, públicas y privadas, cuyas actividades e interacciones inician, importan, modifican y propagan nuevas tecnologías”. O, dicho de otra manera, la forma en la que se establecen los cimientos de una economía del conocimiento. La base a partir de la cual se construyen compañías y riqueza privada; la plataforma común de lanzamiento de tecnologías e industrias más sofisticadas (en muchos sentidos compañías como Apple, Google y la mayor parte del sector farmacéutico y aeroespacial, entre varios otros, podrían considerarse free riders de los sistemas de investigación del Estado).Cualquier análisis serio sobre los orígenes de la innovación apunta en la dirección contraria. Detrás de la mayor parte de los éxitos tecnológicos más importantes ha estado, invariablemente, la mano de la inversión estatal. Lo que algunos llaman capital riesgo público. Un tipo de inversión más estable, menos centrada en la cuenta de resultados de corto plazo, la especulación bursátil, aspectos comerciales y, más importante aún, enfocada en la innovación en el ámbito público. En utilizarla para resolver los grandes problemas sociales —y no solamente financiar las tecnologías comercialmente más rentables—.
Partimos, entonces, de una visión claramente distorsionada del origen de la innovación y el papel del mercado en una economía competitiva moderna. Sí, el capital privado es fundamental para desarrollar ideas, impulsar nuevas industrias y generar riqueza. Pero, de la misma manera —o incluso más importante—, el capital riesgo público es el que suele germinar el proceso y establecer la plataforma común amplia (en ocasiones prácticamente invisible).
Pensar que la innovación es un proceso puramente individual en el que mentes brillantes tienen un eureka en el garaje de sus padres no solamente es ingenuo, es tremendamente simplista y, al final de cuentas, terrible política de Estado. Las innovaciones con mayor impacto social siempre han formado parte de una compleja red de decisiones y cadena de pequeños pasos graduales de las que el Estado ha sido el impulsor clave.
Se puede ser un Estado liberal que deje a su suerte la investigación y el desarrollo; se puede ser también uno estatista que intente controlar y dirigir la economía desde las alturas; y, también, uno que diseñe políticas inteligentes y flexibles que establezcan sistemas de innovación que garanticen una base para que las empresas privadas prosperen sirviendo los intereses públicos. En esta época de crisis y redefiniciones, ¿qué modelo quiere seguir España?
Diego Beas es autor de La reinvención de la política (Península, 2011) y fue investigador invitado del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford (2012-2013).
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