Elsa Cardoso
Entremos al asunto sin rodeos: el manejo de las circunstancias que precedieron y las reacciones gubernamentales que siguieron al asesinato de la encargada de negocios en Kenia, la funcionaria de carrera Olga Fonseca, son dolorosa muestra del maltrato humano y profesional al servicio exterior y a los intereses de Venezuela.
El crimen, espantoso en sí mismo, reúne en aterrador conjunto los peores rasgos del método de destrucción de la diplomacia como ejercicio formal de creación de vínculos entre gobiernos y sociedades, para beneficio común.
La incorporación de personal leal al proyecto del gobierno, antes que profesional y por tanto institucionalmente comprometido con el país, no sólo ha tenido como consecuencia una gestión ineficaz y contraria a los intereses de los venezolanos, sino que en los más altos niveles ha llegado a producir situaciones escandalosas dignas de gravísimas denuncias nunca formalmente investigadas y sancionadas: desde grosera injerencia en asuntos internos hasta acoso sexual.
El desprecio por las normas del derecho internacional y las más específicas de las convenciones sobre relaciones consulares y diplomáticas, escudado en razones de soberanía e intenciones de transformación del orden internacional, alienta prácticas reñidas con la transparencia procedimental, y ajenas a la construcción de confianza sobre la base de principios compartidos. De ahí resulta un juego político de alianzas oscuras, transacciones opacas y negociados inescrutables.
La evasión de responsabilidades, dentro y fuera del país, es la fórmula para borrar cualquier huella de profesionalismo, confianza y principios. El personal leal a un programa en trance de hacerse irreversible debe secundar todas las iniciativas que ayuden a levantar una muralla entre el gobierno y sus enemigos, internos e internacionales. Para ello vale desde la descalificación y el desacato hasta el retiro de los acuerdos que se empeñan en hacer seguimiento y pedir responsabilidad, rendición de cuentas y pago de las deudas. En el camino se van sembrando impunidades, como una densa red que ahoga al que crea que en esa trama tiene vida quien intente desenredarla.
El servicio a un régimen de naturaleza personalista ha hecho de la diplomacia adjetivada (bolivariana, de los pueblos, transversal), un instrumento ciego que la niega, a falta del relativo grado de autonomía que le daría una sana relación con las aspiraciones y necesidades del país.
Su funcionario ideal, el llamado a ejercer altos cargos y a recibir las consideraciones del caso, ha de mostrarse tan incondicional al Presidente, como obediente y acrítico. Que no se le ocurra investigar o apenas opinar por sí mismo, porque en el mejor de los casos lo ignoran, lo dejan solo, lo echan.
La destrucción de la diplomacia como ejercicio institucional empotrado en nuestros principios y normas constitucionales ha traído consigo el maltrato a los diplomáticos formados en el oficio, así como al país que ha dejado de estar y sentirse representado en políticas destinadas a obtener, a cualquier precio, un balance internacional favorable al Presidente y su plan maestro.
El desdén hacia las exigencias de clarificación y transparencia es, como fórmula de evasión, uno de los recursos de la gestión exterior que más maltrata a la gente y a los intereses del país.
El crimen en Kenia es apenas un fragmento de un enorme derrumbe.
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