La
importancia de los símbolos patrios
4 agos-2012
Este año, como los anteriores, la familia de
mi mujer se reunió en la antigua granja de su abuelo en Shenandoah Valley,
Virginia, para celebrar la fiesta nacional de Estados Unidos, el 4 de julio; es
siempre una reunión deliciosa. Pero este año fue además una reunión rara,
porque el 4 de julio caía en miércoles, en mitad de una semana laboral para una
familia llena de empresarios, médicos, consultores y funcionarios. De modo que
nos divertimos, en grupo y de diversas formas, el 1 y el 2 de julio, y el 3 la
casa ya estaba casi vacía, mientras muchos se mostraban desilusionados por cómo
había caído la fiesta.
Un día, al notar esa desilusión, pregunté en
tono alegre: “¿Pero por qué tiene que celebrarse justo el 4 de julio?” Al fin y
al cabo, los historiadores profesionales no están seguros de si la Declaración
de Independencia se firmó verdaderamente ese día, y el Congreso de Estados Unidos
no estableció la fiesta nacional hasta muchas décadas después. ¿Por qué no ser
más flexibles?
No hay más que recordar que la fiesta más
sagrada del calendario cristiano, el Domingo de Pascua, se celebra “el primer
domingo tras la luna llena posterior al equinoccio de primavera”, es decir, se
define de acuerdo con el calendario lunar (igual que la fiesta nacional de
Israel) y no tiene fecha fija. Y en Estados Unidos, ¿no cambian las fechas de
Memorial Day y Labor Day (el día de los caídos, en mayo, y el día del trabajo,
en septiembre) de un año para otro?
Al hacer esta pregunta tan impertinente, me
cayó encima una avalancha de críticas. ¿Cómo iba a entender yo, ignorante
británico, el auténtico significado simbólico de una fecha que conmemoraba el
nacimiento de una nueva nación en 1776 (aunque la Declaración se firmara quizá
otro día)? Como no quería provocar ninguna pelea familiar, me callé.
Pero nuestra discusión me dejó lleno de
preguntas. ¿Para qué sirven las fiestas nacionales, y por qué alguna gente se
las toma con tanta pasión?
Las
enciclopedias ayudan un poco, pero también muestran una situación confusa: Si
buscan en Google “fiestas nacionales del mundo”, verán a lo que me refiero. La
mayoría de los más de 150 ejemplos que ofrece se llaman “Día de la
Independencia”, y la mayoría conmemora una independencia otorgada, cuando las
potencias europeas se retiraron de sus colonias de África, Asia y el Pacífico durante
los años sesenta y setenta; hay pocos ejemplos como el jinete de la rebelión de
Boston, Paul Revere. Existen fiestas nacionales que celebran una rebelión, como
el Día de la Bastilla de Francia y el Día del Triunfo de la Revolución de Cuba.
Pero se quedan en nada al lado de todas las fiestas que conmemoran el
nacimiento de un gobernante, ya sea actual o histórico. Algunas se toman más en
serio que otras: la fiesta de Australia es el 26 de enero, pero, para la
mayoría de los australianos y los neozelandeses, el 25 de abril, Anzac Day, que
recuerda el bautismo de fuego de sus tropas en Gallípoli, es mucho más
importante.
¡Pero esperen! Tres países muy conocidos
—Inglaterra, Escocia y Gales— no tienen verdadera fiesta nacional. Se supone
que la fiesta de cada uno de ellos es la del santo patrón: San Jorge, San
Andrés y San David. Pero nadie le da mucha importancia y todo el mundo va a
trabajar. Solo la quinta parte de los ingleses sabe cuándo se celebra San
Jorge; imagínense qué histéricos se pondrían los de las banderas si ocurriera
eso con el Día de la Independencia en Estados Unidos. Además, ¿cuál podría ser
la fiesta nacional inglesa? No hay un hecho que marque su independencia, como
no sea cuando los romanos se retiraron, o cuando Guillermo el Conquistador
llegó en 1066, o cuando la aristocracia liberal se deshizo de la dinastía
Estuardo —de forma pacífica— en 1688. Quizá los habitantes de Kent y Yorkshire
están tan seguros de su identidad nacional que no necesitan un día especial;
desde luego, no les importaría que se trasladara para evitar conflictos con la
semana laboral.
Las fiestas nacionales, como las banderas
nacionales y los sellos de correos, son intentos de capturar la identidad y el
reconocimiento. También lo son los himnos nacionales, que, si se piensa, son
todavía más extraños y mucho más chauvinistas.
Cuando se es una nación, por lo visto, hay
que tener un himno, con una letra que suele reafirmar la belleza del país, su
destino y lo especial que es. El hecho de que los himnos de todos los demás
digan que ellos también son especiales no parece importar mucho a los patriotas
de turno. Resulta irónico, por consiguiente, que todos los que ven los Juegos
Olímpicos en televisión vayan a oír tanta música rara en las próximas semanas,
cuando se supone que todos debemos estar celebrando nuestra humanidad y la
belleza del deporte.
Los himnos
nacionales aparecieron en dos grandes oleadas históricas, con muchos otros
individuales entre una y otra. La primera se produjo a finales del siglo XVIII
y principios del XIX, cuando las grandes potencias de Occidente se dieron
cuenta de que formaban parte de un sistema de Estados establecido y, por otra
parte, los pueblos de Sudamérica obtuvieron su independencia. Todos ellos
quisieron tener su himno.
Ahora bien, si somos sinceros, debemos
reconocer que, en general, son músicas bastante horribles. El de Estados Unidos
es imposible de cantar para una voz normal. El francés deja sin aliento a quien
lo canta. God Save the King es una pesadez, en comparación con Rule
Britannia. Solo el
alemán (compuesto en un principio para Austria) tiene auténtica calidad,
seguramente porque se lo encargaron al gran compositor Haydn. Y los himnos
posteriores son igual de malos: no conozco a un australiano que no prefiera la
canción popular Waltzing Matilda al himno oficial, Advance
Australia Fair. Los
himnos socialistas, a diferencia de las marchas socialistas, son espantosos. Y
ninguno de los himnos nuevos de la segunda oleada, producida por la
descolonización occidental, es una maravilla. Sin embargo, las posibilidades de
arrojarlos todos a la papelera de la historia son nulas; los pueblos, y en
especial sus políticos, se aferran a ellos como un molusco a una roca costera.
Lo tradicional era que, al saber que un país
iba a albergar los Juegos Olímpicos, la banda escogida por el país anfitrión
—la Banda de la Policía Republicana, la Banda de los Marines de EEUU— cayera en
el pánico, porque tenía que aprenderse de memoria los himnos de todos los
países, no fuera a ser que Samoa, por ejemplo, obtuviera la medalla de oro en
lanzamiento de disco. El resultado inevitable era una pésima interpretación de
una mala composición.
Es un alivio saber que esta vez los
británicos han dado con la solución. Con permiso del Comité Olímpico, la London
Philharmonic Orchestra grabó por adelantado los 205 himnos nacionales. Cada vez
que un ganador de la medalla de oro sube al podio y se iza su bandera nacional
(otra pesadilla de la identidad), se toca un máximo de 90 segundos del himno
correspondiente, y con bastante calidad. ¡Menos mal!
No tiene sentido tratar de explicar todo esto
al equipo de científicos marcianos que me visitan de forma periódica para preguntarme
sobre las peculiaridades de los humanoides que dominan la Tierra. Al fin y al
cabo, los marcianos, sensatos, no tienen ni himnos, ni banderas, ni fiestas
nacionales, ni fronteras, ni naciones; por lo visto, no necesitan todos esos
símbolos de seguridad. Nuestras debilidades humanas les asombran. Las ovejas no
ondean banderas. Los peces no cantan himnos entre sus burbujas. Los vencejos y
las golondrinas no celebran fiestas nacionales. “Por qué las personas sí?”,
preguntan los marcianos.
Si lo piensan detenidamente, es una pregunta
interesante. ¿Quién tiene la respuesta?
Paul
Kennedy ocupa la
cátedra Dilworth de Historia y es director de Estudios sobre Seguridad
Internacional en la Universidad de Yale; es autor o compilador de 19 libros,
entre ellos Auge y caída de las grandes potencias.
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