ANATOMÍA DE LA ESPERANZA
Alberto Barrera Tyszka
Y seguimos con el tema. Porque, al parecer, hay algunos empeñados en que pensemos que la oposición, más que perder las elecciones, está perdida, extraviada, sin rumbo y sin destino. Al poder le conviene contagiar ese clima de zozobra entre sus adversarios. Es parte de la mentalidad de guerra que alimenta el pensamiento oficialista. Promueven un nuevo espacio simbólico, donde el 7 de octubre no es un día en la historia sino el final de la historia. No hay nada qué hacer.
Apaguen la luz y váyanse. Como si perder unas elecciones fuera, en algún sentido, perder un pedazo de la ciudadanía, perder el derecho de existir y de pronunciarnos. Creo que el peor error que puede cometer la oposición es renunciar a su propia identidad, a su protagonismo fundamental dentro de la sociedad venezolana actual.
La esperanza, en realidad, nunca es lo último que se pierde. A veces, se gasta muy temprano, se despilfarra, se entrega con enorme facilidad. Pero la vida suele ser mucho más cruda. Lo último que se pierde es el orgullo. O el hambre. O los huesos. La esperanza, por suerte para todos, es uno de nuestros recursos renovables.
Escribo esto pensando en los resultados del 7 de octubre, a largo plazo y en perspectiva. En la elección presidencial anterior, Hugo Chávez logró superar a Manuel Rosales por 26 puntos. Este año, la diferencia fue de 11 puntos.
Hay 15 puntos a favor, conquistados, ganados para la disidencia. 15 puntos que tienen nombres y apellidos, código postal, que son Carmen o Wilmer, Rubén o Yamileth, que son angustia, alegría, movimiento. Es un crecimiento enorme, sobre todo si tomamos en cuenta el ventajismo grosero que tuvo el candidato del gobierno. Quien crea que esto es un consuelo o una gimnasia de la resignación, todavía no sabe en qué país vive, todavía no entiende la complejidad de este proceso.
Ningún cambio en Venezuela será instantáneo. Esta historia es larga y difícil.
Visto así, las elecciones del 16 de diciembre son una oportunidad. La experiencia dicta que el sistema personalista, que financia y promueve la lealtad y la devoción hacia el Presidente, va en desmedro de sus colaboradores. Ni en sus mejores momentos, Diosdado o Aristóbulo han logrado victorias electorales. Lo tuvieron todo y fueron derrotados. Los segundones de Chávez han sido, casi siempre, perdedores crónicos. Vienen impuestos desde Miraflores, son un ejemplo de cómo el dedazo express mata el poder de las bases. Ahí se acaba la utopía comunal. Ahí se esfuma el revolucionario y socialista plan de gobierno hasta 2019. Fíjate en Rangel Silva. Se graduó de político y lo metieron en el tarjetón en un día. La democracia bolivariana es un tris.
La oposición tiene enfrente esta soberbia centralista del poder y la ineptitud gerencial, ya consagrada como un atributo de la gestión del chavismo.
Pero, además, tiene enfrente el pesado fantasma de la abstención, el peso de lo ocurrido el pasado 7 de octubre. Ni modo.
La oposición también necesita capitalizar la derrota. Digerirla de otra forma, administrarla de manera distinta. Se dice fácil pero no debe ser nada sencillo reinventarse desde esta experiencia. Tal vez, la oposición necesita abandonar la retórica de la víctima. No importa cuál sea el matiz. Víctimas de una decisión popular, víctimas de la desigualdad institucional, víctimas de una campaña desleal... Quizás ya es hora de dejar ese rol, esa voz, para recuperar la otra dimensión de la realidad, el compromiso de ejercer con dureza y sin contemplaciones la representación de casi la mitad del país. Hay seis millones y medio de venezolanos que no sólo votamos para que ganara Henrique Capriles. También votamos para afirmarnos. Para decir en qué creemos y con qué no estamos de acuerdo. Y eso no lo perdimos el 7 de octubre. Eso seguimos siendo nosotros.
Pensaba Michael Foucault que el poder no es una propiedad sino una relación, que no es algo que se tiene sino que se actúa, que no sólo está en los espacios sino que aparece y se realiza en las dinámicas.
Los procesos electorales son eventos de decisión determinantes, pero no son los únicos lugares del debate y de las relaciones sociales. La oposición tiene que recuperar la conciencia de su propia fuerza, de su importancia. Seis millones y medio son muchos votos. Pero también son muchas voces, muchas manos, muchos pies; mucha gente dispuesta a moverse, a cambiar. Y no están sólo en un domingo y en un centro de votación. Están todos los días en todos los lugares del país. Creciendo. Cada vez siendo más. Ese es el tamaño de la esperanza.
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