ELSA CARDOZO
El Nacional
El grosero abuso de los recursos del Estado en las presidenciales venezolanas que han dado un cuarto mandato a Hugo Chávez (1999, 2000, 2007 y 2013), el inicio de la campaña de Rafael Correa para su tercera elección (2006, 2010 y 2014), las señales de que Evo Morales se propone lo mismo (2007, 2009 y 2014), la manifiesta intención gubernamental de prolongar el kirchnerato con una tercera elección de Cristina Kirchner (2007, 2011, 2015) tras el período de su marido (2003-2007). He allí una lista muy visible en las noticias de los últimos meses de procesos y ambiciones reeleccionistas a los que hay que añadir otros alcances y secuelas, como los que revela el reciente y cuestionado arrase en las elecciones locales nicaragüenses de los partidarios del inconstitucionalmente reelegido gobierno de Daniel Ortega (2006, 2011).
Estos proyectos y liderazgos antidemocráticos se montaron sobre la “ola democrática” adoptando la vía electoral, formalidad que asumieron como consagración indiscutible de poder personalista que se actualiza en reelecciones consecutivas. En su juego con las formas de la democracia todos han venido propiciando la conversión de los procesos electorales en ejercicios de poder desde el Estado: sea que se trate de la elección presidencial, sea que de otros niveles del gobierno. Ya tales elecciones no admiten observadores sino “acompañantes” internacionales el día de la “aclamación”. La deliberada degradación del momento electoral como genuino ejercicio democrático, la siembra de desconfianza y temores, no son efecto accidental sino parte de la estrategia de conservación y concentración del poder: muchas consultas cada vez menos libres.
No es casual que cuanto más se han extendido los mandatos reeleccionistas de presidentes con vocación de mando indefinido y más opacas y dependientes de su voluntad han devenido las instituciones del Estado, más se niega en la práctica de cada día lo que es esencial al ejercicio de la democracia, más se desprecia y deprecia su momento electoral.
Por mucho tiempo los más diversos estudios y discursos políticos se empeñaron en recordar que la vida democrática era mucho más que la realización de elecciones. En el camino se devaluó lo uno y lo otro: basta leer la involución de los protocolos democráticos regionales.
Urge volver a poner especial atención a lo electoral, ese punto de partida que, de modo preocupante, se ha ido trastocando en fórmula para legitimar y eternizar regímenes personalistas que destruyen la posibilidad de alternancia.
La peor opción para los ciudadanos latinoamericanos que enfrentan tales imposiciones es abstenerse de participar políticamente; la más peligrosa para las organizaciones políticas y sociales democráticas es no renovar sus principios y proyectos para asumirlos y defenderlos conjuntamente con firmeza. En cambio, es imperativo revalorizar, así sea en una faena definitivamente desigual, la significación política que tiene el momento electoral en todos los niveles.
A pesar de todo, como a veces nos cuesta ver en nuestro caso, el de Venezuela, ha sido a través de la organización para la participación electoral en presidenciales, legislativas, regionales y locales como la resistencia democrática se ha renovado, organizado y fortalecido. Desde allí, sólo desde allí puede consolidarse esa resistencia para contener el nuevo abuso “constituyente” en ciernes.
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