Colette Capriles
El Nacional
Algún rincón del país está ahora mismo agitado por una protesta. Toda una microfísica del poder se escenifica cada día, con un mismo guión mudo: conseguir la atención del jerarca, del burócrata, del comisario político. Un guión mudo, dije, pero que desempeña el rol que en cualquier sociedad democrática ocupa el diálogo. Son las acciones de microviolencia de todos los días las que componen esa coreografía lamentable. Una violencia de mínima intensidad que a la vez corea a la otra violencia, la grande, la sangrienta y anónima de todos los días. Y también, vaciada de capacidad de interpelación a ese funcionario o institución que no da respuestas, es una violencia contra el ciudadano común. Horas de tráfico infernal, citas perdidas, planes deshechos, agresión al que también está padeciendo el sadismo institucional.
A eso llama el régimen “empoderamiento”: no a la autonomía política, sino a su contrario: a la conversión en súbdito mendicante de todos los que debieran estar recibiendo un servicio público. Aunque ya no hay de hecho “servicios públicos” en el país. Lo que hay es limosnas que dependen de un cálculo político. La “visibilización” que el régimen se ufana de haber proporcionado a unas mayorías silenciosas consiste más bien en convertirlas en ruidosas pero quitándoles toda palabra. Hay que trancar una calle, hay que encadenarse a una oficina pública, hay que tirarse al andén del Metro. Hay que despertar el fantasma de la insurrección, esa Némesis. Esa es la gramática del poder hoy.
¿Se negocia así? ¿Qué tan efectivo resulta el idioma de la microviolencia? No lo sé. Intuyo que muy poco. A través de la experiencia acumulada durante los años de las grandes protestas el Gobierno terminó por desarrollar una costra de inmunidad a las demandas populares: sólo resultan ser tal cosa aquellas diseñadas desde el escritorio del planificador. El burócrata es el que sabe cuáles son las legítimas demandas populares y como descripción de cargo parece que debe tener una dosis de cinismo infinito que le permite contemplar la indignación de hombres nuevos y mujeres nuevas para interpretarla como “activación popular”, “participación socialista”, “poder constituyente”, “revolución permanente”, o cualquier otra versión condescendiente. Lo importante es integrar la protesta a unstatu quo, a la banalidad de lo establecido. Una dinámica como la descrita por Hirschman cuando se refiere a la “voz y la salida”: casi desmantelados los medios de comunicación que solían multiplicar la palabra indignada, queda el acto puro, que muchas veces se desvanece después de haberle fregado el día a propios y extraños.
Esto conforma un panorama complicado para lo que en lenguaje leninista se llama la acumulación de fuerzas que la unidad democrática debe seguir llevando a cabo. La relación con el “pueblo”, en la perspectiva gubernamental, está siempre encuadrada como un intercambio de lealtad por “beneficios”, mientras que en la perspectiva democrática esa relación tiene que pasar a ser una relación de derechos ciudadanos y de correlativos deberes del Estado. Así, el acompañamiento político no puede ser (sigo con el viejo lenguaje de la izquierda) meramente reivindicativo, sino que tiene que transformar esa demanda cruda en una ampliación y aseguramiento de la esfera de los derechos, tan prolijamente enunciados en la Constitución y tan evanescentes frente al “estado de necesidad” con el que el régimen inviste al pueblo. Ese paso de la necesidad al derecho es abismal: significa romper la servidumbre feudal para construir ciudadanos.
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