domingo, 3 de noviembre de 2013

LA FELICIDAD, DE SAN AGUSTIN  A SAN NICOLÁS


    Elías Pino Iturrieta

Las preocupaciones de la antigüedad sobre la necesidad de pasarla bien, pero especialmente sobre las diversas maneras de sentirse gratificado por la vida debido a la obtención de los premios que podía ofrecer, se complicaron debido a un descubrimiento de Boecio que puso a pensar a los intelectuales. Boecio habló de la existencia de una “felicidad bestial”, pero, a la vez, dijo que esa “felicidad bestial” no era sino una sensación aparente. El hecho de hablar ahora de bestialidad no se debe considerar como una asociación con el aporte   de Nicolás Maduro sobre el arduo asunto, sino más bien como un reconocimiento porque casi le pone digno colofón.
San Agustín se detuvo en este negocio de la “felicidad bestial” para asegurar que se enfrentaba a un rompecabezas de difícil soldadura, debido a que dependía de la obtención de bienes que generalmente no estaban al alcance de los hombres sino de elementos superiores cuya oferta y pertenencia no dependían del común de los mortales. El común de los mortales se las debía arreglar para posesionarse de un bien concedido o permitido por un ente mayor que no era habitualmente accesible, concluyó en primera instancia, para juzgar que el problema dependía de la adquisición de una “felicidad última” que designó con el nombre de “beatitud”. La “beatitud” no era otra cosa que la posesión de Dios, el hacerse de un nexo íntimo con la divinidad que convertía las demás felicidades en una bagatela y hacía de la “felicidad bestial” una irrisión.
Nicolás Maduro lo ha entendido así, pero a su manera. Mas, debemos reconocerlo, no dejó el problema en el aire como san Agustín. Todo lo contrario, se concentró y soldó el rompecabezas con la pieza que apenas anunció su antecesor sin señalar con exactitud cómo la sacaba la gente del taller para que funcionara a la perfección el motor de la bienandanza de cada cual. Como el obispo de Hipona habló de “beatitud”, Nicolás Maduro miró hacia sus alrededores y topó con José Gregorio Hernández. He aquí el camino de la “beatitud” propuesta por el colega, quizá pensara, y se puso a trabajar para que la cosa no se quedara vagando en el éter agustiniano. Primero, dispuso una considerable suma de millones para que se concluyeran los trabajos del santuario que se ha dedicado a medias en Isnotú a la veneración del virtuoso personaje amado y procurado por los venezolanos. Segundo, proclamó el inicio de una campaña para su beatificación, que había iniciado con sigilo ante la propia santidad de Francisco, cuando lo visitó con la pompa del caso en su palacio romano, y que ahora convierte en cruzada nacional. La “beatitud” analizada por san Agustín se viene a convertir así en la beatificación del médico de los pobres, como puente para la obtención de la felicidad buscada y analizada desde épocas remotas.
Genial, pero no tan fácil. Pensador que no quiere soltar el hueso, Nicolás Maduro no dejó de pensar en la “felicidad bestial” sobre cuya búsqueda se trajinaba desde los tiempos de Boecio y la abordó sin vacilación mediante la creación del Viceministerio de la Suprema Felicidad Social, justo un día antes del anuncio sobre los planes para la beatificación de José Gregorio. Seguramente Maduro también leyera a Aristóteles, quien no dudó en asegurar que la felicidad siempre dependía de la adquisición de bienes espirituales y materiales. “La felicidad depende de los bienes que la producen”, aseguró sin que nadie lo desmintiera. Pero, ¿a cuáles bienes se refería? No los detalló el griego, se le olvidó con las tantas ideas que le rondaban en la cabeza, y san Agustín se conformó con plantarse en el descubrimiento de la “beatitud” y en su inquina contra la “felicidad bestial”.
Pero nunca falta el chalequeo ante la creación trascendental de nuestros días. En este caso no proviene del escribidor, sino de la Suma teológica, cuyo autor asegura que la felicidad es “un bien perfecto de naturaleza intelectual”. Por aquí cojea el tropical aporte de nuestro pensador. En definitiva, no se ocupó de analizar el tema de la felicidad, sino apenas el de la “vicefelicidad”. Pese a la importancia que le concedió en sus desvelos, apenas creó un viceministerio para la atención de un asunto que viene rodando desde cuando rueda. En todo caso, le debemos agradecer la creación de un vocablo y de una plaza burocrática capaces de engordar los libros de filosofía.

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