“O ya no entiendo lo que está pasando, o ya no pasa lo que estaba entendiendo".
Carlos Monsiváis
Jorge y Marielena son la clásica pareja joven que gusta de celebrar la llegada del viernes. Sí, el país está complicado, pero ellos no van a dejar que les clausure el entusiasmo por la vida. Esa noche han bebido y compartido jugosos chismes con sus amigos. Regresan a su casa un poco más temprano de lo que quisieran por esa barrera de contención llamada inseguridad. Viven en Guarenas, una clásica ciudad dormitorio, y el regreso a casa siempre es más largo de lo deseable. En una curva del camino, la camioneta cae bruscamente en un hueco y termina volteándose en aparatosos giros de desconcierto y tragedia. Luego de breves segundos, Jorge se incorpora desde el manto de fierros humeantes. Ve a su esposa inconsciente y sangrando profusamente por la cabeza. Intenta extraerla del peso de la camioneta que la aprisiona. Imposible. Aturdido, se palpa los bolsillos buscando el celular. Se dispone a llamar a la policía, a un familiar, a quien sea. De pronto, ve que tres personas bajan por la ladera donde cayó el vehículo. Se alegra. A nadie le falta Dios. Vienen a ayudarlo. Son tres hombres. Suficiente fuerza para mover tanto lastre. Pero ellos siguen directo hacia el interior de la camioneta a robar lo que consigan. El más rezagado lo apunta con un arma y le pide el celular. Jorge no lo puede creer. Le ruega ayuda. El ladrón le exige prisa. “Dame el teléfono, becerro”. Jorge le dice que su mujer se está muriendo, que al menos le dé chance de llamar a una ambulancia. Pero, ¿cómo les explico? la delincuencia también tiene sus premuras. Quizás el líder de la banda le había prometido a su mujer no llegar tan tarde esa noche.
Meses después, todavía Marielena está sumergida en una severa rehabilitación para intentar recuperar el habla y la movilidad de sus piernas. La tardanza en la atención produjo daños en el cerebro. Mientras, en algún barrio de la Gran Caracas, cerveza mediante, los tres pillos recuerdan entre risas aquella anécdota del sifrinito que lloraba desesperado para que no le robaran el “piazo de celular”.
En alguna curva del camino, este país cayó en un hueco y entre otros desbarajustes, se le salió una rueda: esa donde la vida humana era una prioridad moral.
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Ya es de noche. El supermercado Plan Suárez está a punto de cerrar. Son pocas las personas que deambulan en busca de lo que casi nunca hay. Dos jóvenes, de turbia estampa, ven a una mujer de 45 años de edad que lleva el botín dorado en su carro de supermercado: leche. Le preguntan dónde la consiguió. Ella hace un mohín con la quijada señalando un lugar y subrayando que eran los dos últimos potes. Tres anaqueles más allá, un empleado pone en segundo plano los tomates magullados y escucha algo parecido a un forcejeo y un grito ahogado. Al fondo, los jóvenes corren con el trofeo con tanto ímpetu que al vigilante apenas le da tiempo de gritarles un quieto. Al lado de las chucherías y galletas, sentada sobre su propia sangre, la señora intenta con perplejidad detener la hemorragia. Una puñalada por dos potes de leche. Eso le toca contarle a sus hijos. Si alcanza. Si se orilla a la vida.
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Hay más. Recordemos que en estos días las cadenas de supermercado son sitios de peregrinaje rabioso. Sucede que tienes que hacer cola para esperar por el carrito de supermercado. 40 minutos promedio. Mientras tanto, observas la abrumadora cola que te espera para pagar lo que adquieras. Luego, cuando llevas dos tercios del mercado hecho, te alejas un poco para buscar el té de durazno que tanto les gusta a tus hijos, vuelves y no encuentras el carrito. Te desconciertas. “Pero si yo lo dejé aquí”. Ves a los lados. Y entiendes. Algo inaudito: se lo robaron. Te asomas al pasillo central y el tráfico de carritos supera la posibilidad de encontrar al culpable. La escena se repite en todas partes. La gente se ve los carritos de soslayo, con apetencia, con ojeriza. Todo el mundo desconfía de todo el mundo. Una tarde, en el Excelsior de Los Palos Grandes, llegó el aceite. Solo 4 botellas por persona. La noticia atrajo a una marejada de gente. A la suegra de una amiga trataron, varias veces, de quitárselas. Un hombre logró burlarle una. Ante su airado reclamo, él le replicó: “Póngase mosca, señora, cuide su aceite”.
En el Twitter, una mujer se queja del desastre. Le rompieron la ventana de su carro para robarle el mercado. Ya no importan bagatelas como un reproductor de música. Algunos clientes piden bolsas negras para ocultar que llevan papel tualé y despistar a las aves de rapiña. Y no estamos en Filipinas donde hubo un tifón con miles de muertos y millones de afectados. Nosotros, uff, qué placer, chapoteamos –de aquí para allá- en el mar de la felicidad.
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La usura y la corrupción han crecido como un cáncer feroz gracias a la distorsión de nuestra economía. Hay maneras de combatir la especulación, pero el actual encargado del poder aplastó con un zapato todas las teorías y manuales económicos, todo lo que ha salido de las mentes más lúcidas de MIT, Harvard, Chicago o Princeton. Básicamente, siguió el preclaro consejo de María Bolívar, dueña de una panadería en Maracaibo y terca candidata a lo que sea, cuando la periodista Aymara Lorenzo le preguntó cómo combatiría la inflación si ganara la Presidencia de la República y respondió: “Bajando los precios”. Ese día, sin duda, Maduro estaba viendo televisión.
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En Latinoamérica el populismo ha engendrado unos cuantos remedos de Robin Hood. Pero la más funesta caricatura la está ofreciendo hoy Venezuela. Es así como un país entero está descubriendo cuán nocivo puede ser lanzar flechas sin ser arquero. No estábamos preparados para los días que han desfilado delante de nuestros ojos.
Nicolás Maduro proclama un día, desgañitado, ahíto de poder, en irresponsable cadena nacional: “¡Vayan y vacíen los anaqueles!”. Medio país se vuelve una turbamulta. La gente que tenía trabajo, citas médicas, diligencias impostergables, entrega de informes, consultas en el psiquiatra, manda todo al demonio y se abalanza hacia la tienda de electrodomésticos más cercana. Cada uno se consigue con, al menos, 1.000 personas que le antecedieron en velocidad y reflejos. La tensión se agiganta. La vieja raza de los avispados se colea, se infiltra, vuelve todo un mezclote. Algunos venden su puesto en la cola por 5.000 bolívares. Otros, dos cuadras más allá, negocian la mercancía adquirida al triple del monto que pagaron. Es el delirio del capitalismo salvaje. Gritos, empujones, alboroto. Aparece la Guardia Nacional Bolivariana. Marca a los compradores como ganado. Las colas se hacen infinitas, exasperantes. Algún malandrín patea la santamaría de un comercio, otro le sigue, y otro. La puerta del local se llena de patadas. Muchos, entre risotadas, aprovechan para mostrar la fuerza de sus talones. La santamaría se dobla como una plastilina: el caos irrumpe sediento. El que ayer era un sereno albañil, mensajero o empleado de un cyber café hoy es parte de una horda que arrasa con lo que puede. No importa si necesita el televisor o no, el tema es que la piñata reventó y esa golilla no la puede ignorar. La palabra saqueo queda regada por la calle y proscrita en los medios de comunicación. En la noche, algún Juan llega a su casa y su mujer le pregunta urgida si por fin consiguió leche para el bebé de 4 meses. El le dice que no y abre los brazos feliz. Su sonrisa mide 50 pulgadas en HD. Que el niño vea Disney Channel mientras se le consigue la leche.
Yorman, un mototaxista de dientes amarillos, me confiesa: “Jefe, ¿y usted cree que yo voy a esperar hasta enero a que bajen las colas? ¡Esas tiendas no abren más nunca!”
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Eso somos hoy: un país donde se confunden las colas. Unas para adquirir neveras a precios de rebatiña y otras para clamar por la existencia de aceite, harina y leche. Un país que se nos puso raro, muy raro. Hemos traspasado la franja de lo inverosímil. Maduro ordena que vacíen los anaqueles. El presidente del Indepabis pide que no, que dejen la compradera compulsiva. Jacqueline Farías, en una entrevista al periodista Vladimir Villegas, habla de lo “bellas” que son esas colas (!!!). Y en la noche, habilitante en mano, Maduro pide que le “bajen dos” al consumismo, contradiciéndose sin pudor. Los partidarios del gobierno deben estar seriamente confundidos.
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De vez en cuando uno se soslaya de la realidad. Un cuadro viral me sacó de mi carril durante tres largos días. Con las cortinas cerradas, decidí hundirme en las páginas de La verdad sobre el caso Harry Quebert, un adictivo libro de Joël Dicker que ganó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Perseguí en el televisor un juego Caracas-Magallanes, que los Leones perdimos torpemente. Escuché música. Y, tardíamente, aterricé en la prensa del día. Mis ojos se toparon con un reporte de la cadena de noticias CNN: “La cruda verdad es que Venezuela está desperdiciando las mayores reservas petroleras del mundo y ya se está comenzando a parecer a Corea del Norte”. Abrí las cortinas. Abrí la nevera. Abrí el Twitter. Y comencé, de nuevo, a ingerir paladas inmensas de realidad nacional. Todo sigue en un crescendo apocalíptico. Desviar la mirada no resuelve nada. Escruté el calendario. Las elecciones del 8 de diciembre están cada vez más cerca. Por algún lado tenemos que empezar. Que la furia sea tu mejor voto.
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