Edgardo Mondolfi
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Tal vez resulte una avilantez de mi parte, pero trataré de darle cierta perspectiva histórica a lo que está aconteciendo en el país. Creo no equivocarme al observar que es justo ahora cuando pueden advertirse las terribles consecuencias de la alianza civil-militar que se cocinó en el fuego de las rebeliones del año 92 y que llegó al poder, por la puerta principal, en 1999. Frente a esta clase de maridaje civil-militar, nada inédito por cierto en los anales nacionales, vale la pena adentrarse en un terreno pedregoso acudiendo a preguntas como estas: ¿Cuál de ambos sectores termina imponiendo la agenda? ¿Quién maneja a quién? ¿Los civiles a los militares o viceversa? Al fin y al cabo, ¿cuál de ambos puede llegar a convertirse en el verdadero beneficiario de la empresa? ¿Será posible que, a la larga, los libretos difirieran hasta el punto de lo irreconciliable? Tales preguntas no son ociosas si se piensa en experiencias históricas venezolanas en las que, al momento indicado, los socios militares tuvieron la desfachatez de lanzar por la borda a sus socios civiles, de la misma forma como se hace con el lastre, para poder gestionar sin estorbos al resto de la sociedad.
Existe, sin embargo, una notable diferencia: aparte del hecho obvio de que no estamos en 1948, los militares que hoy cogobiernan seguramente no pretenderán desalojar al presidente del Palacio de Miraflores como sacaron por la fuerza a Rómulo Gallegos de su casa de Altamira aquel fatídico mes de noviembre. Eso no va a ocurrir, desde luego. Pero lo que sí está ocurriendo es algo menos burdo: un desplazamiento sin ruptura, pero progresivo, del centro del poder. Los más recientes desarrollos indican que ese centro de gravitación descansa cada vez menos en el traje civil que despacha desde Miraflores y mucho más allí donde resuenan las palabras de algunos personeros que se mantienen intactos dentro de sus rangos castrenses o desde los pasillos de granito del Ministerio de la Defensa. A esas son las palabras a las cuales hay que prestarles atención para saber hacia dónde está soplando el viento, no al surtidero de lugares comunes que ya, por previsibles, cansan cada vez que el presidente se encarama a perorar a cielo abierto desde una tarima. Pienso que ese traje civil que le dirige lisonjas al Alto Mando Militar y lo exonera de culpas ante los recientes abusos en materia de derechos humanos y ciudadanos es rehén de un laberinto del cual difícilmente podrá librarse.
Me parece además que, en este caso, los civiles que gestionan desde Miraflores carecen de dos cosas esenciales para mantener a raya las apetencias de poder cada vez menos disimuladas que exhiben sus socios militares. En primer lugar, carecen de una figura de prestigio dentro de sus filas y, luego, de un partido auténtico, de calle, que no sea esa construcción burocrática repleta de empleados públicos a quienes se les convoca a través de circulares administrativas, llamado el PSUV. De seguir enrumbados por el camino que me he permitido señalar, este gobierno, y por extensión este país, terminarán convertidos en un cementerio de escombros civiles. Ojalá la historia me desmienta.
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