Tulio Hernandez
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Cada vez que un demócrata ahonda en la naturaleza del conflicto que mantiene en vilo a Venezuela, termina en el mismo lugar: en la constatación de que estamos frente a un proyecto político que desconoce los principios básicos de la Constitución de 1999 y se niega a reconocer la existencia, los derechos e incluso, la dignidad y la humanidad misma, de la dirigencia y los millones de venezolanos que no lo adhieren.
La conclusión, entonces, es que el presente no se agota en la simple oposición a un mal gobierno, al cuestionamiento de los rojos por la inseguridad, la inflación, el despilfarro y la privación de libertades. Porque al final, gobiernos maulas siempre ha habido en todas las democracias.
Gran inseguridad hay también en México y El Salvador. Los argentinos son doctos en inflación. El Brasil de Rousseff vivió protestas masivas desatadas por las inversiones del mundial de fútbol. En el Chile de Piñera los estudiantes estuvieron con ardiente impaciencia reclamando educación gratuita. Y en casi toda Latinoamérica la libertad de expresión es motivo de conflictividad continua.
Pero, por ahora, nosotros somos el único país que en donde todas esas plagas llegaron juntas. El único, por lo menos en lo que va de siglo, donde las protestas han sido brutalmente reprimidas por el gobierno y han derivado en sublevaciones violentas, con visos de comuna de París, extendidas por el territorio y sostenidas en el tiempo. El único, además, donde salvo escarceos precisos como los ocurridos en Guatemala y Paraguay, con Zelaya y Oviedo, sus gobernantes mantienen la cantaleta incansable de un golpe de Estado en ciernes o un magnicidio inminente.
¿Dónde está la diferencia? Hay que buscarla en el hecho de que la mayoría de esos países, incluyendo Colombia que arrastra ese cadáver insepulto llamado FARC, han alcanzado niveles aceptables de convivencia pacífica entre sus ciudadanos gracias a haberse dotado de democracias, todavía insuficientes pero cada vez más avanzadas, que -con la obvia excepción de la nación cubana- permiten que haya diferencias internas con los modos de gobernar pero un acuerdo casi pleno con el sistema político conquistado.
No es ese nuestro caso. En Venezuela la élite en el poder, apoyada por una mitad de la población, se haya en estado de trance y, poseída por la idea mítica de “la revolución”, marcha obcecada -no importa cuanta institucionalidad, derechos humanos y vidas se lleve por delante-, intentando imponer a fuerza de ardides jurídicos, abusos de poder y represión militar un modelo político inconstitucional que genera resistencia convicta y confesa de la otra mitad que lo percibe como una violación de los pactos fundamentales que posibilitan la democracia. En condiciones semejantes, salvo que todos nos entregáramos a la pasividad resignada de la supresión del Estado de Derecho, la convivencia pacífica se hace imposible.
Así de simple. No estamos en una competencia democrática. En un forcejeo entre dos modos de gobernar. Estamos en una batalla entre dos proyectos de sistemas políticos divergentes y cuando eso ha ocurrido en la historia reciente de América Latina el dilema se ha resuelto por tres vías: el golpe o el autogolpe de Estado militar, abierto como en el Cono Sur, solapado como el fujimorismo en el Perú; la insurrección armada con -en algunos casos como Centroamérica de finales del siglo XX- visos de guerra civil; o, el diálogo, que lamentablemente, como en Nicaragua y el Salvador, siempre ha llegado después que la sangre de miles llegó al río.
El diálogo ha sido siempre la mejor salida. Lo sabía muy bien Adolfo Suárez al que toda España esta semana rinde homenaje. Se hace entre dos bandos que ya se mataron por miles y necesitan curar heridas. O entre dos que están a punto de hacerlo.
Pero diálogo no es monólogo con público escuchando. Ahora nos toca a nosotros. Nunca fue tan grande aquello de “Inventamos o erramos”. La frase de Simón Rodríguez a la que todo venezolano acude cuando no sabe qué hacer con su destino.
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