Tomas Straka
El Nacional
Tweet
A la hora de hacer el trabajo sucio lo mejor es buscar a alguien que sepa hacerlo. O mejor: que disfrute haciéndolo. Así al menos han pensado aquellos que se aferran al poder dando golpizas, torturando, fusilando, pegando un tiro en la nuca, es decir: ejerciendo el terrorismo de Estado. Reclutar personas dispuestas a ejercer estas funciones no es –para bien de la humanidad− del todo fácil, por lo que tarde o temprano se recurre a quienes ya se dedican a eso, generando una vinculación entre el Estado y el hampa mucho más común de lo que pudiéramos pensar en un principio.
No se trata solo de funcionarios que se comportan como delincuentes. La historia de la violación de los derechos humanos está llena de torturadores que vistieron uniforme y juraron la Constitución, policías que en vez de cuidar la vida y los bienes de la ciudadanía practicaron detenciones y ejecuciones extrajudiciales, burócratas que limpiaron expedientes, que legitimaron desapariciones, que ocultaron delitos, que miraron hacia otro lado o bajaron la cabeza. Todos se creyeron infalibles e intocables. Muchos –aunque no tantos como se quisiera− hoy purgan sus culpas en la prisión. Pero junto a ellos, o bajo ellos, frecuentemente actuaron otros más difíciles de aprehender, que por lo general no tenían cargos en la nómina oficial, o tuvieron unos muy distintos a su verdadera función. Formaban parte de grupos parapoliciales o paramilitares, al amparo y la complicidad del poder. A veces son muy organizados. Inventan ritos, galas de estilo castrense, canciones, incluso códigos pretendidamente éticos. En otras ocasiones son simplemente mafias. Se les teme más que a los oficiales porque actúan sin los límites (por pocos que estos fueran) de la institucionalidad. Combinan sus acciones con el delito franco y puro. La impunidad los envalentona. El no formar parte de ningún organismo los ayuda a escabullirse de la justicia, cuando esta llega, algún día. Algunos ejemplos históricos pueden servir de ilustración.
Hay un primer nivel, como los “lincheros de Santa Rosalía” que organizó José Ruperto Monagas (presidente entre 1869 y 1870), destinados “linchar” a sus enemigos. Están dondequiera que los regímenes aplican el bullying político, por lo general el primer paso para formas más amplias de represión. Las “brigadas de respuesta rápida” del régimen cubano son un ejemplo de esto. Primero viene el acoso hacia los disidentes, pitas, rechiflas, hostigamiento y, al final, si nada de esto sirve, una paliza. Las Sturmabteilung, mejor conocidas como SA, del Partido Nazi, llevaron a su mayor refinamiento este rol. Con jerarquías, uniformes, insignias y un organigrama claro, ellas se encargaron del hostigamiento a los enemigos del régimen y a los judíos. Convertidas oficialmente en asistentes de la policía en cuanto Hitler llega al poder, la Kristallnacht es un ejemplo claro de su estilo. Casi todos los miembros de las SA venían de la clase obrera, muchos de los cuales fueron inicialmente desempleados que encontraron en ellas sentido para su vida, mientras otros simplemente lavaron sus antecedentes penales vistiendo su uniforme pardo. No muy lejos estaban el resto de las milicias fascistas que se crearon en las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Incluso, el grupo paramilitar húngaro Magyar Gárda Mozgalom, organizado en 2007, demuestra que el modelo es muy capaz de pervivir y reacomodarse a nuevas circunstancias a través del tiempo.
Pero cuando el bullying pasa a guerra sucia y se necesita quien secuestre o incluso hale el gatillo y cave una fosa en medio del monte, ya los grupos parapoliciales pasan de bandas de linchadores a grupos de sicarios. Cuando el régimen no se atreve a tener sus propias SS o NVDK (la organización anterior a la KGB en la época estalinista), prefieren tener una zona gris con delincuentes a sueldo. La Triple A (Alianza Anticomunista) de José López Rega en la última etapa del peronismo en los setenta, es un ejemplo célebre. En aquellos años en los que Argentina se hundía en la violencia, prácticamente la anarquía, que finalmente desembocó en la dictadura militar, este grupo parapolicial jugó un papel muy importante en las matanzas que precedieron a la guerra sucia. Por su parte, a los Tonton Macoutes de François Duvalier, el dictador de Haití entre 1957 y 1971, se les atribuye la bicoca de 150.000 víctimas. En su caso la falta de recursos para financiarlos se resolvió borrando completamente los límites entre el delito y su función represora: no recibían sueldo, por lo que practicaban sin embozo la extorsión y en ocasiones el robo. Por eso, caído el régimen duvalierista no tuvieron grandes dificultades en ingresar directamente a las mafias. Es una historia que se repitió en muchas partes, especialmente en países como Colombia o El Salvador, donde exguerrilleros y exparamilitares no tardaron en reconvertirse en miembros de las maras y otros grupos delincuenciales.
Hay, por último, otros casos en los que simplemente se politiza a la delincuencia. Es decir, no es que se recluta delincuentes o se hace de la vista gorda cuando un tonton macoute le pide vacuna a un comerciante; es que se entra en contacto con una banda y se le ofrece el control de determinadas zonas a cambio de su apoyo armado. El caso de Jamaica –que con 40 asesinatos por cada 100.000 habitantes es de los países más violentos del mundo− es emblemático. Desde la década de los setenta los partidos políticos pactaron con bandas (posses) que los ayudan a dominar barrios o pueblos, que se enfrentan a tiros con bandas de partidos rivales y que ya han extendido sus actividades (en especial el narcotráfico) a Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo excepcional del caso jamaiquino es que esto ocurre en un régimen parlamentario dentro una monarquía constitucional (la reina de Inglaterra lo es, también, de la isla). Por lo general, son los regímenes sin ataduras de división de poderes, contrapesos, opinión pública libre ni fiscalización autónoma, los que politizan a la delincuencia. Son los mismos, naturalmente, que sustituyen la legitimidad de los votos y de la deliberación por el terror. En la larga lista (que acá apenas esbozamos) de los gobiernos que reclutan delincuentes o pactan con ellos, lo común es que se aproximen a tiranías. La de tiranos y hampones, por lo tanto, es una combinación que puede tomarse como un claro indicador de debilidad institucional y de grave peligro (cuando no de franca muerte) en las prácticas cívicas y democráticas. Tiranos y hampones suelen unirse para acosar a los ciudadanos, para repartirse el botín y, entre ambos, matar a la libertad. Cuando esto comienza a ocurrir en un país debe tomarse como una señal de alarma para toda la sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario