Un hombre de Estado frente a las bayonetas
Juan Luis Cebrián
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La decisión del Rey, a principios de julio de 1976, de encomendarle a Adolfo Suárez la Jefatura del Gobierno causó una sorpresa mayúscula dentro y fuera de España. Nadie esperaba que el elegido para la tarea de construir la democracia fuera un falangista relacionado con el Opus Dei y antiguo favorito del almirante Carrero Blanco, el delfín de Franco asesinado por ETA. Su designación irritó a la derecha española: franquistas tradicionales, monárquicos de toda la vida, democristianos y liberales hicieron cuanto pudieron para propiciar su fracaso desde el primer momento. Solo los afectos al Movimiento, herederos del antiguo partido fascista español, parecían mínimamente confortados. La oposición de izquierdas, por su parte, recibió con amarga decepción el nombramiento. Era impensable que una figura como aquella pudiera encabezar la transformación democrática del país.
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La decisión del Rey, a principios de julio de 1976, de encomendarle a Adolfo Suárez la Jefatura del Gobierno causó una sorpresa mayúscula dentro y fuera de España. Nadie esperaba que el elegido para la tarea de construir la democracia fuera un falangista relacionado con el Opus Dei y antiguo favorito del almirante Carrero Blanco, el delfín de Franco asesinado por ETA. Su designación irritó a la derecha española: franquistas tradicionales, monárquicos de toda la vida, democristianos y liberales hicieron cuanto pudieron para propiciar su fracaso desde el primer momento. Solo los afectos al Movimiento, herederos del antiguo partido fascista español, parecían mínimamente confortados. La oposición de izquierdas, por su parte, recibió con amarga decepción el nombramiento. Era impensable que una figura como aquella pudiera encabezar la transformación democrática del país.
En ese ambiente, las dificultades para Suárez comenzaron de inmediato, cuando se percató de los serios problemas que tenía para formar Gobierno. Durante 48 horas parecía aquella una misión imposible y probablemente lo hubiera sido si los democristianos, con Marcelino Oreja, Alfonso Osorio y Landelino Lavilla a la cabeza, no hubieran cedido finalmente a las presiones y demandas del propio Rey para incorporarse al gabinete. La aprobación semanas más tarde de una amnistía limitada, pero que puso en la calle a varios cientos de presos políticos, fue el primer signo de que las cosas podían estar empezando a cambiar en nuestro país. Hasta el punto de que Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista y exiliado en París, declaró que constituía “…un paso hacia la reconciliación de todos los españoles”.
Esa era en realidad la cuestión fundamental: poner fin a la Guerra Civil que había desangrado a España 40 años atrás y cuya memoria el dictador se había encargado de mantener viva y actuante. Durante casi dos siglos los españoles habían soportado la existencia de un país partido en dos, dividido hasta la exasperación entre buenos y malos, gobernado por el odio, sometido al integrismo religioso y bajo el ojo vigilante de la milicia. Comenzando por el Rey, quienes habían de liderar la Transición política española, de la dictadura a la democracia, tenían por delante una tarea ardua y nada sencilla. La elección de Suárez para encabezar el proceso dejó por lo mismo perpleja a mucha gente. Su pragmatismo, su lealtad a quien le nombró, su fe de converso a la democracia y su innegable dedicación a la tarea por encima de cualquier otra consideración, lograron vencer todas esas suspicacias e inaugurar un periodo brillante y prometedor en la historia de nuestro país.
Durante su etapa como presidente traté con frecuencia, al igual que tantos otros periodistas, a Adolfo Suárez. Mantuve con él una relación personalmente cordial, aunque no tanto como para que se decidiera a parar la actividad frecuente del fiscal general del Estado contra mi persona y contra EL PAÍS. Fruto de la misma fui procesado cinco veces y condenado a un año de cárcel por las opiniones editoriales del periódico, sin que su Gobierno se decidiera a indultarme ante la oposición notoria del Tribunal Supremo de la época. Pero también fui testigo privilegiado de muchas de sus dudas, de las numerosas intrigas que sus propios compañeros de partido tejieron contra él y de la batalla, nada soterrada, que libró durante años contra la presión de los militares golpistas que le acusaban de traidor y acabaron por provocar su dimisión. Desde la discrepancia política pudimos tejer una relación de amistad creciente y de confianza mutua. Fue fructífera para ambos y, como es lógico, se hizo más estrecha y distendida una vez que le descabalgaron del poder.
Relataré tres anécdotas que reservaba para mis memorias, pero que la ocasión merece sean puestas ahora de relieve. La primera se refiere a la primera entrevista que le hice siendo ya presidente. De acuerdo con el libro de estilo y las normas internas del periódico le entregué sus declaraciones para que las corrigiera en caso de que yo hubiera tergiversado o recogido sin rigor sus palabras. La norma, todavía imperante, establecía que las preguntas eran nuestras y las respuestas del interpelado. Me invitó a comer en La Moncloa a fin de dar el visto bueno al reportaje y, ya a los postres, me hizo con toda prudencia un ruego: que eliminara mi última pregunta sobre si estaba dispuesto o no a elaborar y aprobar una ley de divorcio. Había respondido de una manera anodina, ininteresante, sin aclarar nada. “Sí voy a hacer la ley", me dijo, "pero no lo puedo anunciar en público porque los del Opus están todo el día sobre mí. Si respondo afirmativamente será casi imposible que haya divorcio en España en el corto plazo. Y desde luego no quiero decir que no lo habrá, o sea, que te ruego elimines la pregunta”. Después de muchas dudas y de consultarlo con mis colaboradores, accedí al ruego. La ley del Divorcio se aprobó años más tarde, todavía con Suárez en el poder.
Pero no solo el Opus le preocupaba. Desde que legalizara el Partido Comunista, condición indispensable para celebrar las elecciones democráticas de 1977, la cúpula militar no cesó de acusarle de mentiroso y traidor y de conspirar contra él. En la madrugada del sábado 17 de noviembre de 1978 me encontraba yo leyendo y oyendo música en mi domicilio, después de haber cerrado la edición de EL PAÍS, cuando sonó el teléfono. Me llamaba el presidente en persona, sin mediación de secretarias o gabinete alguno. Eran las dos de la mañana y le pregunté cómo estaba despierto a esas horas. “¿Cómo estás despierto tu?", contrapreguntó. “Acabo de venir del periódico, es mi jornada habitual”, respondí. “Pues yo ando como tu: trabajando”. A continuación, y sin solución de continuidad comenzó a explicarme que habían descubierto una conspiración militar encabezada por un jefe del Ejército, el comandante Ricardo Sáenz de Ynestrillas. Preparaban un golpe de Estado para ese mismo fin de semana. Fue prolijo en detalles y nombres y tomé los apuntes que pude. “Te digo todo esto para que veas cómo está la situación y cuán preocupado me encuentro”, señaló. “Bueno, ahora ya lo sabes", terminó por decir, "buenas noches”. Y colgó.
A la mañana siguiente reuní a mi equipo y les conté lo sucedido. Hicimos cuantas comprobaciones resultaron posibles de los datos que teníamos, y, en cualquier caso, decidimos fiarnos de una fuente tan privilegiada como aquella. El domingo 18 publicamos en exclusiva y en primera página las noticias sobre la Operación Galaxia, el intento golpista que fue la antesala del 23-F.
Un año después de aquello, con ocasión del secuestro por ETA de Javier Rupérez, recibí a través de nuestro corresponsal en Bilbao, Javier Angulo, la oferta de los terroristas vascos de hacer una entrevista epistolar a Javier durante su secuestro, a cambio de entregarles tres millones de pesetas. Era aquel uno de los primeros contactos que se tenía con los plagiarios, y pensé que aceptar su sugerencia sería ante todo una buena manera de comprobar que Javier seguía vivo. Consulté mi decisión, como siempre hacía en las ocasiones importantes, con mi consejero delegado, Jesús Polanco, entre otras cosas porque él tenía que facilitarme el dinero que solicitaban. Ante la preocupación de que fuera utilizado para comprar armas y sostener a la banda, decidimos seguir adelante con el proyecto pero informando del mismo al presidente. Llamé a Suárez pasadas las diez de la noche para decirle en breves palabras de qué se trataba y nos recibió de inmediato a Jesús y a mí en su despacho. Nos hizo entrar por la puerta trasera de La Moncloa y aseguró que no quedaría registro de la visita. Dedicamos un tiempo a analizar la cuestión de la entrevista y las pruebas que debíamos exigir sobre el hecho de que Javier seguía con vida. Resuelto el plan de actuación, pasamos a otros temas hasta que al hilo de una discusión que emprendimos sobre la política exterior española me dijo abiertamente que la gente desconfiaba de mí. “¿Qué gente?” Le pregunté. “El Gobierno", me contestó enseguida, "la policía, los militares…”. “¿Y a qué se debe?”. Medio balbuciente confesó: “Dicen que eres agente de la KGB”.
Ante mi sorpresa, no demasiado grande pues ya antes, también durante su Gobierno, se me aplicó la ley antiterrorista bajo sospecha de estar en connivencia con los secuestradores de Antonio María de Oriol, Adolfo Suárez abrió el cajón de su mesa y sacó una carpeta llena de documentos. Había dentro millonarios cheques de Aeroflot, la compañía aérea soviética, a mi nombre; cartas con mi firma falsificada en donde se daban diversas órdenes a bancos en el extranjero (la banca Leumi de Tel Aviv y la de la Unión de Trabajadores en Luxemburgo) en los que se suponía que tenía cuentas donde la inteligencia moscovita me abonaba los servicios prestados; fotos, informes sobre mi vida privada y amorosa, que demostrarían mis relaciones con el espionaje soviético, y cosas así. Ante semejante patraña solo se me ocurrió preguntarle si él la creía. “Yo no", contestó categórico, "estoy seguro de que es un montaje”. “¿Y quién lo ha hecho?”, le pregunté. “Los militares”, contestó sin pestañear. No me dejó copia de ninguno de aquellos papeles y tardé meses, casi un año, en demostrar mi inocencia y la falsedad de aquellas pruebas que nunca se me entregaron. No me extrañaría que cualquier día uno de esos calumniadores profesionales que circulan por la red las exhiba de nuevo contra mí.
Anécdotas como esta ponen de relieve algunas de las dificultades mayores que hubimos de encarar durante la Transición y hasta qué punto periodistas y políticos trabajamos muchas veces de común acuerdo, desde sensibilidades y obligaciones diferentes, en la construcción de una democracia amenazada entonces, sobre todo, por el intervencionismo militar. Los exégetas y comentaristas de las generaciones que no vivieron aquello tienden a olvidar con demasiada facilidad el poder casi omnímodo que el Ejército tenía sobre la vida española y la profundidad y peso de las fuerzas reaccionarias alimentadas por organizaciones religiosas e integristas de todo género. Pese a que le hubiera gustado hacerlo, Suárez no fue capaz de desmontar el imperio de las bayonetas, que se manifestó en toda su audacia la noche del 23-F de 1981, y por lo mismo fue víctima de ellas.
La Transición, por lo demás, no tuvo nunca hoja de ruta ni un programa definido. Todo el mundo sabía el punto de partida y cuál debía ser la meta, pero los caminos para llegar a ella estaban plagados de amenazas. Pudo hacerse gracias a la determinación del Rey, el pragmatismo de Adolfo Suárez, y el liderazgo de los dos máximos representantes de los partidos de izquierda: Felipe González, que encarnaba la esperanza de las nuevas generaciones, la modernidad del cambio y el apoyo de la socialdemocracia internacional, y Santiago Carrillo, protagonista del espíritu de reconciliación, quebrado más tarde por la irrupción virulenta de José María Aznar en la política española.
La contribución de Suárez a la instauración de la democracia fue monumental, y tuvo su colofón épico cuando permaneció impasible ante los rifles de los golpistas que le apuntaban en la sede del Parlamento el día que en principio debía de ser el último de su mandato presidencial. Llevó a cabo, con instinto y audacia considerables, la política de lo posible, a base de avances y renuncias intermitentes. La división cainita de su partido, que le sacrificó en el altar de las ambiciones de poder de unos cuantos, amenazó con sepultar su gestión en el olvido. Muchos de los que hoy le lloran contribuyeron a su inmerecida y brutal defenestración. En la hora de la despedida, cuando tantos le rinden ahora el homenaje que le negaron en vida, a mí me place recordar su imagen un poco chuleta y desenfadada, la de un español medio siempre soñando con la revolución pendiente, que acabó convirtiéndose en un estadista de fuste y en una figura irrepetible de nuestra democracia.
Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española
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