RAMÓN PÉREZ MAURA
ABC
François Hollande y Ángela Merkel han vuelto esta semana sobre los principios sentados en el Parlamento Europeo por François Mitterrand y Helmut Kohl hace veintiséis años: «El nacionalismo es la guerra». Ello invita a recordar cómo se gestó ese auge de los nacionalismos en Europa hace casi cien años. Porque los nacionalismos modernos, tal y como los conocemos en la actualidad, surgieron de la I Guerra Mundial.
El presidente norteamericano Thomas Woodrow Wilson, desconocedor de la inconsútil unidad de la Monarquía habsbúrgica, hizo públicos a comienzos de 1918 catorce puntos que contenían los principios básicos sugeridos por los Estados Unidos para la terminación de las hostilidades y la apertura de una conferencia de paz. El décimo artículo de esta proclamación anunciaba que los pueblos de Austrohungría recibirían la facultad más grande «para el desarrollo de su autonomía». Era éste un principio bien visto incluso por el Emperador Carlos que preparaba para sus pueblos un proyecto federal. Pero resultaba insuficiente para algunos pueblos como el checo, encabezado éste por dos personas cercanas al pensamiento masónico y rupturista de la época como Tomas G. Masaryk y Eduard Benes, empeñados en destruir la unidad de la Monarquía católica sucesora del Sacro Imperio Romano Germánico. No obstante, encontraron en esta propuesta de Wilson un caballo de batalla sobre el que marchar.
Un siglo después, aspiran a repetir el error que tanta sangre hizo correr
Así, el autoproclamado «Congreso de los pueblos oprimidos de Austria-Hungría», inaugurado en Roma el 8 de abril de 1918, fue convocado, controlado y concluido por grupos de minorías emigradas, provenientes de diferentes partes del Imperio, convirtiéndose así en un «festival de los austrófobos» en definición de François Fejtö. Grupos de italianos, checos, serbios, eslovacos, polacos y rumanos, muchos de los cuales difícilmente podían demostrar más representación legítima que la de sus personas, se pronunciaron taxativamente por el desmembramiento de Austrohungría. Dicha reclamación no hubiera tenido mayores consecuencias de no haber sido presentada al mundo como el grito de libertad de los pueblos del Danubio.
Los reveses del Ejército imperial hicieron que las oposiciones interiores, que se habían mantenido leales a la Corona, se tornasen hacia las voces de la diáspora. Ésta se había relacionado durante todo el conflicto con las potencias enemigas en un acto de pura y simple traición a la patria; la forma de entablar ahora buenas relaciones con el vencedor era llevarse bien con el exilio. Así, las oposiciones nacionales asumieron las tesis radicales de los comités nacionales establecidos en el extranjero, y que ya habían obtenido reconocimiento de los aliados sobre sus reivindicaciones.
Una nueva declaración norteamericana, el 5 de septiembre de 1918, mostraba que Wilson se había sumado a las tesis del jefe del Gobierno francés, Clémenceau, y del primer ministro británico, Lloyd George, y que no se opondría a la constitución de estados independientes surgidos de Austrohungría.
Estados pluriétnicos
Lo que no se puede entender es qué lógica encerraba el proclamar el derecho de autodeterminación y la decisión posterior de encerrar a innumerables grupos minoritarios en nuevos Estados acordados en una mesa, entre personas ajenas que no pretendieron en ningún momento consultar a los pueblos concernidos, como no lo hicieron en ni uno solo de los casos. Lo único que lograron las potencias, con este proceso, fue crear nuevos Estados más pequeños pero igualmente pluriétnicos, alrededor de Bucarest, Praga o Belgrado.
Por increíble que parezca, un siglo después, algunos aspiran a repetir el error que tanta sangre hizo correr.
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