ELIAS PINO ITURRIETA
El que sepa de las aficiones del escribidor pensará que hoy arremete contra Cagancho, un gitano que marraba con el estoque. Era algo así como el rey del pinchazo. Asustado por la proximidad de las astas del toro, no lo metía en lo alto del morrillo. Daba en hueso, o en las partes blandas del animal para salir del paso con ignominiosos bajonazos que provocaban las iras del soberano. Pero los desaires de una fiesta que hoy se juzga como demostración de barbarie no merecen mayor espacio en los periódicos, a menos que se quiera pelear con los lectores de gusto políticamente conveniente. Hay otros gustos, más perjudiciales y relacionados de veras con los intereses de la mayoría de las personas, que merecen puntillosa atención.
El gusto por los pinchazos telefónicos, verbo y gracia, sin caer en la necedad de considerar que solo los ordenan los dictadores y los fisgones al servicio de las dictaduras. El control de las llamadas telefónicas se relaciona, en general, con la necesidad de pescar informaciones de la vida ajena que pueden servir para faenas de control político, y también para la atención de las necesidades de un Estado. Pero, igualmente, para solazarse en el descubrimiento de la intimidad de los que parlotean desde el acogimiento inspirado por la familiaridad de un celular. El caso de los pinchazos universales del gobierno de Estados Unidos en los aparatos de sus socios y compañeros de viaje, puede explicar el punto. Ni al Pentágono ni a Obama les debía servir lo que hablara la compinche y asociada Angela Merkel sobre los problemas de su casa, o sobre el mal rato que pasó con el diputado fulano de tal cuando la interrogó en el Congreso, pero no le perdían patada a sus conversaciones. Tampoco serían de su utilidad los susurros de un individuo de confianza, el amigote Hollande, cuando confesaba tórridos deseos a la amante desde un rincón del Eliseo, pero todos sus requiebros quedaron registrados en implacable grabadora.
No solo se graba para sostener un gobierno, o para cuidarse del terrorismo en situaciones de emergencia, sino también para solazarse en las minucias de los seres humanos, en lo que los desprevenidos usuarios de una línea telefónica no quieren que se sepa de ellos porque los avergüenza, o simplemente porque no lo desean. A los poderosos no solo les interesa la salvaguarda de su autoridad. Inventan que están amenazados por unos rivales frente a cuyas maquinaciones se debe emplear el remedio del espionaje. Se desviven por enterarse de las desgracias del prójimo, de sus flaquezas y miserias, porque quieren confundir su miedo y aun su perversidad con la vigilancia del bien común. Por eso se les ponen reglas y frenos, por eso deben someterse al previo control de la judicatura, aun en el caso de que traten realmente de seguir, por ejemplo, la pista de los terroristas y de los narcos. Cuando los descubren con las manos en la masa, como fue el predicamento de los transgresores que “espionaban” al servicio de la Casa Blanca, después de tratar de encarpetar su delito debieron disculparse con los camaradas cuyos privados trapos no tenían el derecho de poner en asoleo.
Pero nada qué ver con lo que pasa aquí. En Venezuela se da ahora el caso de unos pinchazos ordenados por el régimen sin autorización judicial, cuyos contenidos son divulgados ante el público por altos funcionarios del régimen después de un trabajo de recorte o edición. La mutilación de las conversaciones privadas que se presentan como un trofeo a través de la televisión implica la divulgación de una falsedad, la comunicación de unos diálogos que jamás existieron. Ya el hecho de que los mandones se solacen frente a la ciudadanía de los resultados de una acción ilegal nos pone frente a un delito flagrante, pero la difusión de unas palabras sometidas a la cuchilla con anterioridad remite a unas intenciones oscuras sobre las cuales se puede pensar cualquier porquería, cualquier indignidad, especialmente cuando los vientos electorales no les soplan a quienes tienen la avilantez de improvisar un parapeto de conversaciones fraguadas en laboratorio. Que Cangacho me perdone por mezclar sus pinchazos con los pinchazos de estos malvivientes.
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