LEONARDO PADRÓN
Todo asombro nace con una pregunta en la punta de la lengua. En estos tiempos donde lo cotidiano es tan rocambolesco es inevitable hacernos preguntas.
Pero, como lo dijo Maurice Blanchot, la respuesta es la desgracia de la pregunta.
Uno ve al Presidente de la República y a sus ministros explicando el por qué de las penurias del venezolano y la mirada se lesiona, se transforma en más perplejidad.
Uno comienza a entender ese instrumento que es el cinismo.
Y uno se pregunta cosas.
Por ejemplo, uno se pregunta: ¿el hombre nuevo es esa tristeza en dos pies que hace colas infames en busca de alimento? ¿O es el que dispara quince veces por un celular? ¿O el que vende su conciencia por una casa con camioneta?
¿Puede un país ser país bajo el himno del odio?
¿Es la intolerancia el sitio para ser ciudadanos?
Uno se pregunta por qué no hay agua ni azúcar ni café donde hay petróleo.
Y asoma un rictus, agita las palabras. Uno alza la mano y quiere opinar y le gritan traidor, vendido, intrigante.
Uno insiste. A pesar de todo. Y abre signos de interrogación.
¿Es la soledad de Nicolás Maduro tan espantosa que no tiene a nadie que lo aconseje?
¿Por qué tanto desatino? ¿Por qué la sinrazón? ¿Por qué tanto desenfreno verbal si su arte es el error?
¿Quién se pasea hoy por los pasillos de La Casona?
¿Es todo esto un accidente histórico? ¿Una consecuencia de nuestra ligereza para hacer política?
Decía Goethe: “Todo es más sencillo de lo que se puede pensar y a la vez más enrevesado de lo que se puede comprender”.
Y uno anota. Hace una lista. Al azar. Sin orden preconcebido.
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