viernes, 11 de diciembre de 2015


En su estupenda Autobiografía, Bertrand Russell relata que en una ocasión diseñó un test que aplicó a numerosas personas, a objeto de descubrir si eran o no pesimistas. La principal interrogante fue: “Si tuviese usted el poder de destruir el mundo, ¿cómo lo haría?” Formuló la pregunta a su amigo y colega de la Universidad de Cambridge, Bob Trevelyan, en presencia de su esposa e hijos, y Trevelyan respondió: “¿De qué hablas? ¿Destruir mi biblioteca? ¡Eso jamás!”
Ciertamente, para un académico la biblioteca personal constituye un tesoro singular. Entre los hallazgos que debo a la mía se cuentan el sentido y título de esta conferencia. La he llamado De la desmesura a la normalidad, y si bien confío que el significado de la designación se esclarecerá a medida que avance, deseo referirles cómo di el primer paso.
Al recibir la honrosa encomienda que me hicieron los colegas organizadores del Simposio, acudí a mi biblioteca y empecé a consultarla al azar, como una especie de navegante que busca algún rastro que indique el rumbo a seguir. Y como casi siempre me ha ocurrido a lo largo de los años, los ojos se posaron sobre un libro que alguna vez adquirí pero aún no había leído. Un delgado volumen que recoge dos textos extraordinarios. Su título es La guerra y la Ilíada.[1]
Durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial, dos destacadas intelectuales francesas de origen judío, Simone Weil y Rachel Bespaloff, sin estar conscientes de la coincidencia en sus propósitos, recurrieron al poema de Homero y su dramática historia para comprender mejor su propio tiempo y los retos que les imponía.
Los ensayos que escribieron sobre La Ilíada me inspiraron a imitarlas, salvando las necesarias distancias de tiempo, espacio y condición. Volví a algunas de las fuentes de nuestra cultura para nutrirme de su legado e inducirles a ayudarme en la tarea asignada; es decir, la tarea de presentar ante ustedes, en estos momentos desafiantes para nuestra sociedad y sus Universidades, una reflexión que contribuya a entender, y a entendernos, mejor.
Razón tuvo el poeta francés Paul Valéry cuando afirmó que los pilares de la civilización occidental son la filosofía y la libertad griega, el derecho romano y la fe cristiana. Todavía hoy, en nuestro país tan sacudido por la crispación del debate público y la incesante y agotadora pugna política, esas raíces culturales son reclamadas y utilizadas por factores fundamentales de la controversia nacional.
Unos intentan sumar la figura de Jesucristo y el cristianismo a sus esfuerzos ideológicos, proclamándoles socialistas y manipulándoles con fines políticos. Marx es mencionado con frecuencia, aunque quienes le citan quizás olvidan que las mejores páginas del autor de El Capital son seguramente aquéllas, de otra obra, en las que se refiere a la insuperable frescura y dignidad del arte de la Grecia clásica.
¿Y acaso me equivoco cuando creo escuchar débilmente en ciertos contenidos de nuestras diarias confrontaciones, los menguados ecos de disputas conceptuales que Cicerón esbozó en sus tratados, discursos y cartas? Esas polémicas de los tiempos de decadencia de la República romana acerca del Estado, la soberanía, la tiranía, la corrupción política y la virtud ciudadana, siguen vigentes y forman parte esencial de la lucha del ser humano por su libertad.
El ejercicio intelectual de regresar a la épica homérica y la tragedia ática me aclaró el acierto de Weil y Bespaloff. Para comprender los tumultos de su tiempo, ellas acudieron a fuentes de imperecederas enseñanzas acerca de la condición humana y sus empeños históricos. He procurado hacer lo mismo.
¿Y qué me han dicho esos textos clásicos? ¿De qué modo han contribuido a guiarme para responder a la exigencia de una Conferencia Magistral, dirigida a los participantes de un Simposio de Ciencia Política en la Venezuela actual?
Weil y Bespaloff focalizaron su atención sobre el tema de la guerra, como es comprensible en vista del momento en que escribieron sus ensayos. Mi interés es otro. Quiero destacar el sentido de lo humano, de nuestras limitaciones y posibilidades, expuesto en los poemas homéricos y en la tragedia ática. Deseo abordar el tema de la desmesura en nuestras acciones, e iluminar posteriormente a través del mismo nuestra situación nacional.
La desmesura o pecado de orgullo, que los griegos denominaban hubris, consiste en creerse más que humanos, en desconocer y traspasar imprudentemente los límites de nuestra condición olvidando su insuperable finitud. Tal desmesura incluye el desdén hacia los costos que nuestra pérdida del sentido de las proporciones puede acarrear a otros, en términos de angustia, dolor y desencanto.
La propensión a la desmesura es, paradójicamente, un rasgo frecuente de lo humano cuando anhelamos el poder, pero su castigo es inexorable.
La incomparable maestría de Homero pone de manifiesto ese rasgo en diversos personajes y situaciones, pero en lo que concierte a la Ilíada me han llamado la atención dos figuras que se encuentran entre las más conocidas del poema, pues Homero patentiza en ellas que la desmesura puede, en ocasiones, dar paso a una reconciliación con nuestros límites. Me refiero a Helena y Aquiles.
Homero no es complaciente hacia Helena, pero nos indica que la hermosa mujer, en apariencia causa principal de una guerra atroz que destruye la ciudad de Troya, alcanza a entender el impacto y significado que para otros ha tenido su inicial infidelidad, así como los daños morales y materiales que la misma ha generado. Helena llega a sentirse responsable de sus acciones, a diferencia de los dioses de la épica que no experimentan igual sentimiento de responsabilidad hacia las víctimas humanas de sus intrigas y ambiciones.
Helena no es abandonada por Homero en un limbo de incertidumbre; el personaje conquista la capacidad de ubicarse como uno más entre los mortales, de identificar lo humano en su propio ser, de sentir remordimiento y recobrar la conciencia acerca del sentido de los límites de nuestra condición. Así lo manifiesta Helena a Héctor, un personaje que por muchas razones despierta nuestra más honda admiración y al que Helena respeta por su coraje y lealtad.[2]
En el punto del poema en que Helena escapa de la cárcel de su hubris o pecado de orgullo, hace su aparición Aquiles. El poeta nos ha explicado en los primeros versos cuál es el tema básico: la cólera de Aquiles, la ira de este héroe aqueo que le atrapa también en una prisión de orgullo y desmesura, hasta que el curso de los eventos le hace retornar a un ámbito de reconciliación con su realidad humana.
Resulta largo y penoso el sendero de Aquiles hacia la reconciliación con su humanidad finita y la de los otros, y el episodio decisivo nos conmueve. Priamo, Rey de Troya, llega en secreto a la tienda del héroe aqueo a solicitarle que le retorne el cadáver de Héctor, su hijo favorito muerto en combate a manos de Aquiles. Este último, hasta entonces prisionero de su orgullo, acepta la súplica de un padre que despierta su piedad y le conduce, paso a paso, a aceptar su humanidad y limitaciones.
En su otro gran poema Homero reconstruye el camino hacia lo verdaderamente humano de Ulises, mostrando de qué forma este personaje, al tiempo que regresa a su tierra y su hogar avanza también por la senda del conocimiento de aquello que es fundamental para la vida. Dicho conocimiento es la reverencia hacia lo sagrado, que en el mundo homérico, en especial en la Odisea, no es otra cosa que lo que merece respeto en sí mismo, más allá de nuestros cálculos y ambiciones. La sabiduría que Ulises alcanza en el transcurso de sus afanes consiste en distinguir entre lo sagrado y lo profano, y entender que existen límites ante los que debe detenerse la voluntad de poder.
El poema comienza relatándonos que antes de abandonar Troya y acometer su periplo de vuelta, Ulises ha arrasado el alcázar sagrado de la ciudad. Homero advierte que a pesar de esta acción Ulises se salvará a sí mismo, pero no logrará salvar a sus compañeros. La historia que sigue explica ese desenlace, que consiste en la conquista de la debida reverencia hacia lo sagrado de parte de Ulises y la profanación de los límites por parte de sus hombres. Estos últimos, en un episodio central, desobedecen las explícitas advertencias de los dioses y del propio Ulises y violan la prohibición de tocar el ganado sagrado del dios Helios.
Homero explica que a pesar de que en apariencia los compañeros de Ulises actúan como lo hacen por motivos comprensibles, como su necesidad de alimento, su conducta es insensata pues colocan en un mismo plano lo sagrado y lo profano y toman decisiones en función de un cálculo pragmático, sin reparar en que lo sagrado reclama reverencia. Ulises, por otra parte, no solamente se contiene sino que experimenta a lo largo del poema un proceso de aprendizaje, que le lleva a corregir las ofensas a lo sagrado y a conquistar su alma, resistiendo repetidas tentaciones de tratar como semejantes y conmensurables su condición humana y la de los dioses.
En síntesis, Homero muestra en la Odisea la importancia de la mesura en nuestras pretensiones, del sentido de los límites y de la reverencia ante la huella divina en nuestro paso por la tierra. Lo que cuestiona a los compañeros de Ulises no es su hambre, una necesidad natural de todos, sino su pérdida de respeto por lo que lo merece.[3]
En cuanto a la inmensa riqueza temática de la tragedia ática, sólo quiero destacar un aspecto primordial para mis propósitos, en el Prometeo encadenado de Esquilo.
La mayoría de los intérpretes han visto en esta obra una alegoría de la rebelión humana contra los dioses y una historia de liberación, exaltando a Prometeo como “la personificación del espíritu, que acepta el sufrimiento a cambio del bien que puede hacer”.[4] No obstante, Eric Voegelin, en un brillante estudio sobre la pieza, ha demostrado que se trata de la historia de una transgresión, en la que nuevamente la rebelión desmesurada rompe los límites que nuestra condición humana debería respetar.[5]
Prometeo es un Titán, un dios menor, que en principio se alía con Zeus y le persuade de no extinguir la insatisfactoria especie humana y reemplazarla por otra. Luego de contribuir a salvar a los humanos Prometeo busca ayudarles a mejorar su situación, pero se excede en sus ambiciones y roba el fuego sagrado de Zeus, experimentando como consecuencia un terrible castigo.
Goethe, Shelley y Marx, entre otros, han visto en Prometeo un símbolo de ilustrada autoconfianza humana, de afirmación revolucionaria que toma el destino de la humanidad en sus manos. No obstante, como señala Voegelin, hay que cuidarse de las trampas de un titanismo romántico en la interpretación del Prometeo encadenado. El estudio ponderado de la tragedia ática en general y del Prometeo encadenado en particular, sugiere que la única rebelión admirable es la que emana de una aceptación de nuestra condición como seres finitos, de nuestra reverencia hacia un fundamento del ser que nos trasciende y del respeto hacia un orden de justicia.
Por el contrario, la rebelión transgresora de nuestros límites, carente de humildad y equilibrio y orientada al desafío hacia lo que merece respeto pues pertenece al ámbito de lo sagrado, es rechazada y calificada como “gran demencia” en la obra.[6]
En otro pasaje del drama Esquilo aclara el sentido del cuestionamiento al impulso prometeico, que transgrediendo los límites de la prudencia y la reverencia a lo que debemos respetar, distorsiona el sentido de nuestra presencia en el mundo, ofende nuestra condición humana, la desarraiga de sus orígenes trascendentes y perturba el orden de justicia que todos somos capaces de intuir. En esos versos Esquilo expone el final del desmesurado impulso prometeico e increpa al personaje: “¿Dónde hallarás defensa? ¿Qué ayuda pueden darte los mortales?”[7]
¿Qué me dice todo ello acerca de la condición de Venezuela?
Creo que la reflexión griega sobre, de un lado, la hubris o pecado de orgullo, y del otro acerca de Némesis, el castigo a la soberbia sacrílega, se aplica de manera eminente a nuestra actual situación histórica, pues en un sentido fundamental lo que hemos contemplado estos años es un despliegue de desmesura que a su vez evidencia ceguera e irreverencia. Hemos presenciado y seguimos presenciando el avance de una transgresión contra lo esencialmente humano.
La desmesura de estos tiempos y sus protagonistas la comprobamos en el intento dirigido a modificar el pasado histórico del país, llegando hasta la transformación del significado de fechas y símbolos de la nacionalidad así como de toda la narrativa que nos antecede, en función de hacer de ese pasado un mero reflejo de los imperativos ideológicos del presente. La desmesura, que es una especie de ceguera, en sentido metafórico, que oscurece nuestra condición finita, se observa también en el intento de rechazar las enseñanzas de la historia, de la nuestra y de otros, y se empecina en repetir los experimentos revolucionarios que ya han sido probados en otras latitudes y han terminado en penuria, fracaso y decepción.
Dicha desmesura, en tercer lugar, la percibimos en la consigna del “hombre nuevo”, y ahora la del “superhombre”, ilusorias muestras de irreverencia hacia nuestra condición humana, una irreverencia que pretende transgredir tales límites y convertirnos, mediante los dogmas de la ideología unida al poder, en réplicas de desgastados modelos doctrinales.
La soberbia, en cuarto lugar, se revela en el personalismo político y el menosprecio a las instituciones, todo lo cual lleva a la subordinación creciente de los ciudadanos a un poder que, por puramente personal, es por definición arbitrario y no sujeto a normas. Dicho poder se expande sin que los instrumentos que nuestra civilización ha creado para contenerlo tengan vigencia, pues Venezuela existe hoy en un ámbito político donde la división de poderes, los frenos constitucionales y la justicia independiente perecen por asfixia.
La ciega desmesura a la que me refiero la palpamos igualmente en el eterno recomenzar de una revolución que se presume inmortal, que sólo encuentra en el pasado lo que le sirve para el presente y sólo proyecta hacia el futuro una consigna, “¡venceremos!”, que une el vacío de significado a un presunto final siempre postergado, siempre situado más allá, nunca alcanzado del todo. Nunca vencen, siempre posponen un triunfo sin verdadero destino, en tanto avanza la transgresión.
Y es ineludible referirse a la desmesura que se revela en la supeditación de los destinos venezolanos a los designios de otro país, colocando a la Patria en una posición que necesariamente suscita nuestra protesta.
La desmesura del actual experimento político venezolano potencia el irrespeto a valores esenciales, así como la irreverencia hacia lo sagrado en el sentido aclarado por la herencia clásica, irreverencia que los griegos identifican como el factor que desencadena la acción de Némesis, es decir, del castigo al pecado de orgullo.
La etapa histórica que atravesamos se caracteriza por el intento de poner fin a un modo de vida, cuyos componentes han resultado de las convicciones, anhelos y afanes de varias generaciones.  Ese modo de vida, producto de las luchas de venezolanos de diversos orígenes y condiciones, pero movidos por una misma pasión de libertad, tiene tres rasgos primordiales que son retados y ofendidos a diario.
El primero es el apego al pluralismo y al respeto a los diversos puntos de vista coexistentes en una sociedad compleja, apego al que se suma el repudio de la mayoría a la persecución por motivos políticos. El segundo es el principio según el cual la Constitución se encuentra por encima de la arbitrariedad del poder personal, y que la libertad existe cuando están vigentes normas que protegen a las personas, más allá del capricho de los pasajeramente poderosos. Y el tercero es que los ciudadanos merecemos respeto de parte de las autoridades que elegimos y que se deben al conjunto del país y no a una parcela del mismo.
La transgresión contra todo un modo de vida, que los clásicos griegos denunciarían como el producto de una soberbia sacrílega, se traduce en el desconocimiento cívico de quienes resistimos, en la constante injusticia que arroja a la cárcel a compatriotas inocentes, en el lenguaje agresivo que día tras día ofende y humilla, en la violencia social que acosa nuestras ciudades y en una vida política transformada en guerra fratricida, en muerte civil y exclusión deliberada para tantos venezolanos.
La irreverencia se manifiesta también contra imágenes religiosas que son sagradas para millones de personas, contra símbolos de la Patria que han permanecido por siglos cubiertos bajo el silencio y el respeto que debemos a nuestros más ilustres antepasados, y contra los principios de convivencia elementales que sufren bajo a una implacable voluntad de poder.
Insisto que debemos ir a lo esencial, como enseñaron los griegos que profundizaron en nuestra condición humana y sus empeños históricos. La transgresión y la desmesura tienen un costo, y Némesis, ese misterioso curso de las cosas que desata su castigo cuando menos lo esperamos, no deja de cobrar el precio.
Algunos personajes homéricos fueron capaces de superar la hubris y andar desde la desmesura a la reconciliación. Helena, Aquiles y Ulises lograron conquistar la sabiduría y reverenciar lo que merece respeto. Me temo sin embargo que en nuestra Venezuela, y a pesar de los síntomas que indican que la vida no cesa de sorprendernos, no se observan aún los signos de una genuina rectificación. La transgresión sigue su curso empujada por la vocación de profanar.
¿Qué hace viable, según la épica y la tragedia clásicas, un proceso de reconciliación con nuestros límites y de derrota a la desmesura? Se trata de un recorrido que tiene lugar en la conciencia individual y forma parte de los procesos de aprendizaje colectivos. El destacado Politólogo Karl Deutsch, en su notable libro Los nervios del gobierno, analiza el concepto de humildad y lo ubica en un terreno no solamente ético sino también sociopolítico: La humildad es “una actitud hacia los hechos y mensajes exteriores a uno mismo, y la apertura a la experiencia así como a la crítica, y una sensibilidad y correspondencia frente a la necesidad y los deseos de los demás”.[8]
Lo contrario a esta humildad, entendida como posibilidad de aprendizaje creativo que nos lleve a corregir y cambiar, es el ya mencionado pecado de orgullo que consiste en cerrarse y experimentar un aprendizaje patológico, es decir, un aprendizaje que nos conduce a profundizar los errores hasta que no haya marcha atrás.[9]
La desmesura y transgresión de esta etapa histórica venezolana han suscitado en algunos actores políticos un aprendizaje patológico. La raíz de ello está en la ideología. Al respecto explica Alexander Soljenitsin, en el primer volumen de su obra Archipiélago Gulag, que la ideología es capaz de extraviarnos gravemente. Antes de hacer el mal, personas que se dejan dominar por una ideología mesiánica y desmesurada tienen que concebir el mal como un bien o como una acción lógica, con sentido; en otras palabras, tienen que hallar una justificación. La ideología permite, ante nosotros mismos y los demás, convertir la soberbia, la arbitrariedad y la injusticia en alabanzas y honores, e impide la autocrítica que hace posible alcanzar la humildad.[10]
¿Qué hacer al respecto, desde el lugar que ocupamos como venezolanos de hoy y como seres humanos que queremos vivir en libertad y dignamente? ¿Qué hacer para responder ante los estragos de la transgresión impulsada por la ideología?
Lo primero es identificar el objetivo, que no debe ser otro que abrir a nuestra sociedad la ruta desde la desmesura a la normalidad. Y la normalidad política significa que ya no existan enemigos sino meros adversarios políticos, con los que se dialoga y llega a acuerdos; consiste también en la transición del personalismo a la institucionalidad, de la revolución permanente a las reglas estables, de la utopía a la sobria realidad, de la exaltación retórica a la argumentación civilizada y del insulto al debate racional. Estos son principios que debemos asumir y asimilar todos, sin distinción de bandos o grupos. En ello consiste el desafío de un aprendizaje colectivo capaz de desvelar otro horizonte para Venezuela.
Lo anterior exige, en segundo lugar, rescatar la dignidad de la política. Esta es la misión primordial de los Politólogos en esta etapa de la vida nacional. No sólo nos toca tratar de conocer la realidad sino que debemos dar sentido a la misma, restaurando el vínculo entre ética y política. En el plano que he procurado delinear, la moral ciudadana representa las opiniones que la sociedad sostiene como legítimas y que son reverenciadas por la mayoría. No abrigo duda alguna de que esas opiniones dan forma al modo de vida descrito: pluralista, de preceptos constitucionales ante el arbitrio caprichoso del poder, y de respeto mutuo.
Cuando Venezuela inicie el tránsito hacia un cambio político, un debate democrático tendrá que asegurar el ejercicio de la justicia sin retaliaciones. Las ofensas deberán ser retribuidas en todo lo posible con la magnanimidad. Así lo creo y por ello lucharé. Considero que la transgresión actual no debe ser respondida con una de otro signo. Si bien lamento que la desmesura que experimentamos pareciera no querer redimirse, las enseñanzas de la sabiduría clásica nos dicen que el escenario de la historia es variable. No conocemos el futuro pero sí somos capaces, dentro de los límites de nuestra condición, de construir el presente.
De allí que la postura recta y solidaria asumida por nuestras Universidades durante estos años debe llenarnos de orgullo. En ocasiones nos invade un cierto desaliento con relación a nuestra querida Patria. Sin embargo, no perdamos de vista que aquí, en nuestra Venezuela, se ha librado y sigue librando un hermoso combate por la libertad, por un modo de vida que nos convoca a restaurar el respeto entre todos y a edificar un país de todos y para todos. En esa lucha cívica, las instituciones universitarias venezolanas han enarbolado con encomiable valentía los estandartes de la dignidad.
Tenemos que perseverar en este camino de dignidad y rectitud. Y debemos afirmar la esperanza. Un Simposio como el que hoy comenzamos, en el ámbito de una Universidad libre y democrática, es semilla de esperanza.
El mensaje de quienes creemos en la libertad del ser humano debe ser de convivencia pacífica sin retaliaciones. ¿Qué pasará en los tiempos por venir? No lo sabemos pues somos humanos y no dioses. Lo que sí sabemos es: qué debemos hacer, cómo debemos actuar.
Y la respuesta es sencilla y sublime a la vez: debemos actuar como lo indica una sabiduría profundamente humana: con ponderación, con sentido de las proporciones, con un equilibrio sustentado en valores  humanistas, reconociendo la continuidad de la existencia histórica de nuestra sociedad y el imperativo de ser libres y dignos como personas y ciudadanos.

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