JESUS M. CASAL
Los resultados electorales del 6 de diciembre expresan la determinación de iniciar una etapa nueva en la reciente evolución político-institucional del país, que esté caracterizada principalmente por la existencia de controles efectivos sobre la gestión gubernamental y también de espacios institucionales en los que el gobierno y la oposición discutan sobre las rectificaciones necesarias para superar la actual crisis socioeconómica. La amplia victoria opositora, y la correlativa derrota oficial, implican sin duda otras cosas pero lo dicho pareciera reflejar el grueso de la opinión manifestada en el proceso comicial.
Sin embargo, esa nueva etapa no se sostiene por sí sola, no es automática. Depende en buena medida de que los actores políticos de uno u otro signo asuman los riesgos y oportunidades que ella comporta, ya que supone una forma distinta de hacer política. El diálogo ya no es una posible opción estratégica sino es una exigencia de la naciente relación entre los poderes, ahora bajo las formas de las interacciones institucionales. De la oposición se reclama algo más que la crítica formulada desde afuera, propia de quien no puede incidir en la toma de decisiones; del oficialismo se demandan ajustes en el unilateralismo o completa exclusión del adversario en el diseño e implementación de políticas públicas. Esa relativa aproximación entre fuerzas que hasta ahora corrían por caminos separados lleva consigo percepciones de pérdida o de peligro para ambos sectores, que deben ser arrostrados con firmeza. La tentación de que cada uno vuelva a sus respectivas zonas de confort es grande pero es preciso resistir a ella para hacer honor a la voluntad del electorado y a los intereses nacionales.
Conviene aclarar que tal aproximación entre el chavismo y la oposición, que viene impuesta por el marco institucional ligado a una Asamblea Nacional reconfigurada, no supone un acercamiento de programas políticos ni de visiones de la política. Allí pueden mantenerse las diferencias y la pugnacidad. De lo que se trata es de reconocer, desde el gobierno, que el pueblo quiere rectificaciones y que la oposición debe tener un lugar en la labor de buscar las soluciones apropiadas a los problemas observados, mediante el control parlamentario y la legislación. Del lado de la oposición ha de entenderse que la mayoría calificada con la que cuenta en la Asamblea Nacional no la autoriza a desarrollar el programa político que llevaría adelante si hubiera accedido a la Presidencia de la República. La función contralora y legislativa que debe desempeñar desde el parlamento estará inspirada en un ideario o concepción política propia que puede iluminar sus aportes a la rectificación, pero sin que ello conduzca a negar un campo dentro del cual el gobierno intente cumplir con un proyecto político.
Hay no obstante razones para pensar que el conflicto entre poderes es altamente probable. Las últimas declaraciones del Presidente de la República así lo anuncian, al igual que las decisiones que está adoptando la actual Asamblea Nacional en las postrimerías de su mandato. El escenario del conflicto abierto de poderes es el más inconveniente para el país. No examinaremos las opciones que la Constitución deja abiertas si esa situación de confrontación institucional permanente y general se hace realidad. Baste con apuntar que ninguna está exenta de serias dificultades para su aplicación. Tal vez a lo que podemos aspirar, dentro de los límites que el contexto político parece trazar, es a una conflictividad entre poderes que deje a salvo algunos pasillos de institucionalidad compartida, una tensión constante que sin embargo no rompa el hilo constitucional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario