Clausewitz, el terrorismo y la muerte de la verdad
ANIBAL ROMERO
EL NACIONAL
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Creo útil retomar algunas ideas de Clausewitz para enfocar retos actuales. Su gran obra, De la guerra o Von Kriege, publicada póstumamente en 1832, toma sus ejemplos de las guerras napoleónicas, que Clausewitz experimentó como participante activo. No obstante, varios de los conceptos expuestos en su libro tienen relevancia para la situación que hoy enfrentamos, de modo particular con referencia al terrorismo de raíz islamista.
Un tema clave es el de la limitación de las guerras. Clausewitz observó que la entrada protagónica de las masas en la historia, así como los avances de la industria y la tecnología, transformaban la guerra y le impulsaban hacia lo que denominó “el ascenso a los extremos”. Dicho en otras palabras, Clausewitz percibió que en las nuevas condiciones la guerra adquiría una tendencia a radicalizarse y hacerse “absoluta”. Mientras más muertes y destrucción, a la manera de un adicto a las drogas que siempre pide más, la guerra exigía todavía más dolor, en parte para justificar con la victoria el sufrimiento ya causado. Según Clausewitz –hijo de la Ilustración y creyente en el poder de la razón— correspondía a la “razón política”, encarnada en las decisiones de estadistas responsables, controlar en lo posible ese ascenso a los extremos y evitar que las guerras desembocasen en matanzas inútiles o resultados no deseados.
Interesa constatar, en primer término, que la guerra que el llamado Estado Islámico lleva a cabo contra Occidente es por definición una guerra absoluta, ya que su fin político busca la aniquilación del enemigo, de nuestra civilización sustentada en la libertad. Ello se constata en los pronunciamientos que esta organización hace públicos a través de internet.
Con el concepto de “fin político” Clausewitz hacía referencia a la pregunta: ¿qué se busca con la guerra?, a diferencia del “objetivo militar” que responde más bien a otra pregunta: ¿qué se busca en la guerra? Y en este sentido es claro que para el Estado Islámico se trata de un fin desmesurado pero firmemente asumido, que se pretende lograr mediante el terror. El objetivo militar del Estado Islámico es el terror, y el terrorismo es un método. Fue Lenin, creo, quien dijo que “el objetivo del terror es el terror”. Lo anterior significa que los actos de terrorismo que el Estado Islámico lleva a cabo, procuran sembrar un terror tal en las sociedades abiertas y democráticas de Occidente que las obligue a cambiar cada vez más, a responder de manera que se produzca ese cataclismo apocalíptico que los adherentes al fundamentalismo islamista parecen tener planteado, como desenlace final de sus empeños.
Todo ello coloca a Occidente ante dilemas imperiosos y muy complicados. Esto último es innegable. No es sencilla la tarea de los políticos en Europa y Estados Unidos durante los tiempos que corren, lo cual no excusa sus fallas y errores. El equilibrio entre seguridad y libertad es precario, y una ciudadanía que comienza a sentir que sus dirigentes son impotentes para defenderles y garantizar el esencial pacto, postulado por Hobbes, entre protección y obediencia, podría perder su apego a las instituciones del Estado liberal y democrático y buscar otras soluciones.
El principal problema operativo frente al terrorismo también nos remite a Clausewitz y su fórmula sobre la asimetría entre defensiva y ofensiva. Clausewitz sostuvo que la defensa es la postura operacional más fuerte de la guerra, pues el defensor es el que en última instancia decide si habrá guerra o no, y si ésta continuará o no. Articulaba la idea con frases irónicas: “El invasor siempre es amigo de la paz; él desearía entrar en nuestro territorio sin oposición”. Pero con el terrorismo del Estado Islámico las cosas han cambiado. En este caso la ofensiva es la postura más fuerte de la guerra, pues los terroristas son capaces de atacar una casi inagotable lista de blancos en los momentos y circunstancias de su escogencia, en tanto que los defensores no pueden estar alertas y preparados en todas partes y a cada instante con igual eficiencia. Lo que puede entre otras cosas hacerse, como ocurre ahora en Francia, es desplegar al ejército en las calles como un método de disuasión, pero los recursos son limitados y la posibilidad de la sorpresa está en manos del enemigo.
Pocos días atrás un solo individuo, armado con una pistola, mató a nueve personas en un centro comercial de Munich, pero su acción paralizó por completo a la ciudad entera, confundió por buen rato a la policía y fuerzas especiales y expandió ondas de terror entre millones de ciudadanos en toda Alemania. ¡Un solo individuo con una pistola!
¿Qué hacer? Estas pasadas semanas, ante la sucesión de ataques en Bélgica, Francia y Alemania, diversos políticos han insistido, con razón, que un Estado constitucional no puede impedir todos los crímenes. Ello es parte de la verdad. El problema es que los ciudadanos esperan que el Estado les haga posible vivir normalmente, en relativa paz y sin estar cada minuto a la espera de que un terrorista dispare sobre ellos y sus familias. ¿Cuál debe ser el fin político de las democracias asediadas?
Luego de los ataques del 11-S en Nueva York y Washington publiqué una serie de artículos, en los que argumentaba que el fin político en la lucha contra el terrorismo islamista tenía que ser impedir un ataque con armas de destrucción masiva. Sigo creyendo que esto es crucial, pero no es suficiente. Ciertamente, el uso de armas químicas, biológicas o atómicas en un ataque terrorista constituiría una catástrofe, y la inmensa mayoría no puede siquiera concebir la magnitud de un desastre semejante. En consecuencia, quizás no podemos apreciar el éxito que se ha obtenido al evitar semejante calamidad. Pero insisto, esto no es suficiente. Con los ataques limitados que ahora se están produciendo ya empiezan a crujir las democracias de Occidente, y la ciudadanía a perder la confianza y la credibilidad en sus líderes.
Además de mejorar en todo lo posible los servicios de inteligencia y prevención (e informes oficiales aparecidos en Francia indican que no se ha hecho todo lo debido, y que cálculos mezquinos han obstaculizado acciones más eficaces), es imperativo que los dirigentes políticos digan la verdad, y no sólo parte de ella. Es increíble que importantes dirigentes en Estados Unidos, Alemania y Francia, entre otros países, todavía sean incapaces de asumir y manifestar la realidad incuestionable de que existe un vínculo palpable entre el terrorismo, el más importante y amenazante terrorismo, y el radicalismo islamista. La falta de voluntad para hacer esta identificación erosiona severamente la credibilidad de los políticos, y contrario a lo que se piensa no contribuye a preservar el respeto y apego a la ley de las comunidades islámicas en Occidente. Más bien, la renuencia de los políticos ante la verdad de las cosas acrecienta en esas comunidades la sensación de que Occidente está de rodillas, frente a una amenaza que no entiende o no desea entender.
Este fenómeno, que quisiera denominar “la muerte de la verdad”, es uno de los efectos más perniciosos y dañinos de la actual ola de terror en Europa y Estados Unidos. El ejemplo de Barack Obama, con sus reiteradas negativas a verbalizar la realidad de que existe un terrorismo islamista, a lo que se suman sus constantes evasiones y eufemismos, es sólo uno de los casos que pueden señalarse. Pero también personajes como Ángela Merkel y François Hollande son culpables de esta reiterada ofuscación. El intento de escapar de la verdad inflige una profunda herida a las sociedades abiertas.
Clausewitz realizó algunas de sus más hondas reflexiones en torno al concepto de “centro de gravedad del enemigo”. Se trata, en resumen, de aquél ámbito (puede ser una persona, una ciudad, un ejército, una estructura psíquica) cuya dislocación conduce más rápida y eficazmente a la derrota del adversario. En ese orden de ideas resulta muy difícil, diría que casi imposible, definir el centro de gravedad del terrorismo islamista. En una guerra de desgaste, de largo plazo, ese centro de gravedad del terrorismo surgiría quizás del cansancio, si nuestra civilización libre logra resistir los embates a que está siendo sometida sin cambiar su sustancia. Pero Occidente no se encuentra en una guerra de desgaste sino de decisión rápida, en cuanto que los terroristas sí entienden que el centro de gravedad de las sociedades liberal-democráticas es el vínculo de confianza entre dirigentes y dirigidos, entre los políticos y el ciudadano común. De allí que el proceso gradual de muerte de la verdad represente un riesgo tan grave, y que restaurar la confianza y la credibilidad de la gente en sus líderes sea un perentorio desafío. El tiempo apremia.
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