sábado, 16 de julio de 2016

LA MUTACIÓN DEL TERROR

PEDRO CUARTANGO

EL MUNDO

Todos los regímenes totalitarios del siglo XX basaron su existencia en el poder del terror. Esto es meridianamente claro en el estalinismo y en el nazismo, que desarrollaron aparatos policiales para vigilar e intimidar a la población.
El escritor ucraniano Anatoli Rybakov diseccionó con extraordinaria perspicacia la omnipresencia del NKVD en la sociedad soviética en los años 30, donde un individuo podía ser deportado a Siberia durante 20 años por un chiste sobre Stalin. Los niños de Arbat es tal vez la mejor novela escrita sobre ese periodo.
Otra obra de referencia es Archipiélago Gulag, de Aleksander Solzhenitsyn, en la que relata como la policía política tenía fijadas cuotas de detención que practicaba al azar. Narra su propia experiencia como detenido en la Lubianka, donde sus interrogadores le invitaban a confesar crímenes imaginarios y a incriminar a sus amigos a cambio de una sentencia favorable.
El terror fue un instrumento político durante el estalinismo, que purgó a los líderes históricos de la Revolución como Kamenev, Zinoviev, Bujarin y Rikov, juzgados y ejecutados por alta traición en los procesos de Moscú. Stalin creía firmemente en la necesidad del terror para eliminar a sus adversarios en el partido e impedir cualquier germen de contestación en la sociedad rusa. Para ello, otorgó unos poderes extraordinarios a la policía política, que estaba por encima del Politburó y el Gobierno.
Todos los dirigentes y ciudadanos rusos eran potencialmente sospechosos y el acto más inocente podía llevar a la perdición del individuo. El miedo silenciaba las bocas y la censura alcanzaba las conciencias, de suerte que hasta los más recónditos pensamientos se volvían peligrosos.
El terror funcionó porque fue interiorizado por el homo sovieticus, que llegó incluso a perder la distinción entre lo verdadero y lo falso. La Gestapo y las SS del nacionalsocialismo alemán también infundían miedo entre la población, aunque es cierto que muchos millones de alemanes se dejaron fascinar por la figura de Hitler hasta que su Ejército empezó a cosechar derrotas tras la invasión de Rusia.
Por decirlo de una manera clara, el terror anidaba en la mente de los súbditos de estos regímenes, que forzaban la adhesión a través de una coacción psicológica que les impedía ser libres a sus habitantes.
Los atentados islamistas que han golpeado a Europa suponen un salto cualitativo en el concepto de terror porque ya no importan las ideas o los sentimientos de los individuos sino que apuntan al hecho de pertenecer a una colectividad. Lo que se castiga es una identidad común, el pecado a expiar no es pensar de una determinada manera sino ser francés, haber nacido cristiano o residir en Niza.
El terror ha pasado, pues, de ser un instrumento de represión de las opciones en el ámbito de la conciencia individual a apuntar a la destrucción de valores colectivos y modos de vida. Ya no castiga a un ser humano concreto sino que intenta aniquilar la forma de vivir de una sociedad.
Un ciudadano podía escapar del estalinismo mediante la sumisión, pero ahora nadie está libre del pavor a esa red omnipresente que puede actuar en cualquier ciudad y en cualquier momento. Hemos pasado de la personalización del terror a una globalización que amenaza a todos los habitantes de un país, sean cuales sean sus convicciones o su condición social. El terror ha extendido sus tentáculos hasta crear la impresión de que un acto banal como ir al teatro, viajar en un tren o comprar en un supermercado puede ser arriesgado. Esa mutación es ya un triunfo del yihadismo, al que sólo podemos combatir si nos negamos a que el miedo cambie nuestras vidas.

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