lunes, 25 de julio de 2016

Oligarquía o demagogia

Josep M. Colomer

¿Por qué no volvemos a los clásicos y aceptamos que la democracia no es viable en territorios extensos con sociedades complejas? El reciente referéndum del Brexit,así como anteriores experiencias de referendos y plebiscitos a grandes escalas sobre problemas importantes y difíciles, así lo sugieren. De hecho, en varios casos en la Unión Europea, el resultado de un referéndum ha sido revocado por representantes electos (como la Constitución de la UE o el rescate de Grecia).
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La toma de decisiones directas por todos los miembros de una comunidad es un mecanismo propio de la asamblea popular en un barrio o ciudad, una asociación profesional u otros grupos pequeños cuyos miembros se conocen directamente, los problemas que se abordan son simples y fáciles de entender y todo el mundo sabe cuál es el objetivo común que la acción colectiva a ese micronivel debe perseguir. No funciona en ámbitos más amplios en los que hay diferencias y conflictos de intereses y valores cuya resolución requiere competencia técnica, un cierto distanciamiento emotivo de los problemas, negociaciones, pactos y apertura mental.
En la democracia clásica antigua, basada en la ciudad, el pueblo, en primer lugar, votaba sobre las políticas públicas y, en segundo lugar, seleccionaba delegados por sorteo para que ejecutaran sus decisiones. Los delegados no eran representantes del pueblo, sino solo mandatarios para ejecutar instrucciones imperativas de la asamblea. Rendían cuentas de su trabajo y podían ser sancionados por su desempeño.
Esta forma de gobierno siempre se consideró viable solo en comunidades pequeñas y homogéneas y no en unidades de mayor escala, como la mayoría de los Estados modernos. Esta fue sin duda la doctrina griega clásica. Platón creía que una comunidad política debe ser pequeña para poder ser “coherente con una unidad” de propósito entre sus miembros. Aristóteles observó que “todas las ciudades que tienen una reputación de buen gobierno tienen un límite de población”. Aun en los albores de los regímenes liberales y representativos modernos, la democracia era un concepto difícil de reciclar. Jean-Jacques Rousseau afirmó que un gobierno democrático presupone “una comunidad muy pequeña, donde las personas pueden reunirse fácilmente y donde cada ciudadano puede conocer con facilidad a todos los demás”, mientras que, por el contrario, “cuanto mayor es un país, menor es la libertad”.
Cuando se deliberaba sobre las posibles fórmulas institucionales para la nueva gran entidad política que se llamaría Estados Unidos de América, James Madison introdujo una prudente distinción entre “democracia” y “república”. La primera, “una democracia pura”, requeriría un pequeño número de ciudadanos “que se reúnen y administran el gobierno en persona”. La segunda, “la república”, fue concebida como un gobierno representativo en el que algunos funcionarios electos se reúnen y administran el gobierno en nombre de los ciudadanos. La expresión “democracia representativa”, estándar durante el siglo XX, se consideraba una contradicción.
Mientras tanto, en Gran Bretaña, un miembro de la Cámara de los Comunes, Edmund Burke, había enunciado la doctrina de la independencia de los representantes que se consagraría en todas las Constituciones modernas. A sus votantes de Bristol les dijo: “La de los votantes es una opinión de peso y respetable, que un representante siempre tiene que escuchar con placer y debe siempre tener en cuenta. Pero las instrucciones imperativas, los mandatos vinculantes que un representante debería estar obligado a obedecer ciegamente, a votar y a defender… se basan en un error fundamental de todo el orden y tenor de nuestra Constitución”. Burke sostuvo, por el contrario, que los parlamentarios debían actuar de acuerdo con su buen juicio y en conciencia, de modo que el Parlamento fuera independiente de sus votantes.
En Estados grandes y sociedades complejas, la fórmula moderna del gobierno representativo comportó, pues, la sustitución de la democracia como el gobierno de las masas por la promesa del gobierno de los mejores, es decir, la clásica aristocracia. Primero se eligen representantes sin ningún mandato imperativo sobre políticas públicas y luego los representantes electos toman decisiones en nombre del pueblo.
En la práctica, los electos actúan con un gran margen de discrecionalidad y con nulo control posterior de su gestión; solo se someten a un posible rechazo de su reelección. Ya a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Robert Michels observó ácidamente que era la organización de partido “la que engendra el dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los que delegan[...]. Vemos en todas partes que el poder de los líderes electos sobre las masas electoras es casi ilimitado”. Los procesos más recientes han confirmado y ampliado tal diagnóstico.
Cuando la eficiente formación de políticas públicas, así como la cualificación y la honestidad de los representantes, fallan, la clásica promesa aristocrática del gobierno de los mejores queda incumplida. Como reacción, la mayoría de los estudiosos han convergido en torno a una concepción minimalista de la democracia, que implica una retirada con respecto a las expectativas fundacionales. Winston Churchill anticipó la idea con su famosa ocurrencia. No se suele recordar que la completó con la observación de que “las multitudes permanecen hundidas en la ignorancia de los hechos económicos más simples, y sus líderes, cuando les piden sus votos, no se atreven a desengañarlas”. El criterio de evaluación que queda es simplemente que, a diferencia de las guerras civiles y las dictaduras, los gobernantes pueden ser destituidos por los gobernados sin derramamiento de sangre, por decirlo en palabras de Karl Popper.
En territorios grandes con sociedades complejas y problemas difíciles, la democracia directa y participativa degenera en demagogia, como vemos en los referendos y populismos de diversa factura en el momento actual. Pero con el monopolio de la representación y la gestión pública por los partidos políticos, en muchos lugares el gobierno representativo también ha degenerado en oligarquía. Las actuales alternativas de formas de gobierno no son, pues, las clásicas democracia y aristocracia, sino que se parecen más a sus versiones perversas: la demagogia y la oligarquía. Como decía G. Bernard Shaw, “la actual democracia sustituye las elecciones por las masas incompetentes por los nombramientos por la minoría corrupta”.
De acuerdo con la visión aristotélica, entre esas dos fórmulas, la aristocracia oligárquica podría ser considerada relativamente menos mala, ya que con “el gobierno de la turba” el demagogo populista tiende a implantar una tiranía, la cual es ciertamente la peor forma de gobierno. La observación encaja muy bien con los dilemas del mundo actual.

Josep M. Colomer es profesor en la Universidad de Georgetown y autor de El gobierno mundial de los expertos (Anagrama).

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