ANIBAL ROMERO
Marx y Engels cometieron palpables errores al formular sus tesis
económicas y políticas. Sin embargo, resulta innegable que algunos
aspectos de su análisis acerca de la dinámica evolutiva del capitalismo
son incisivos y se caracterizan por su lucidez y visión. Quisiera
especialmente destacar los planteamientos del Manifiesto comunista (1848),
texto en el que sus autores expusieron el poder revolucionario de un
modelo de organización socioeconómico que cubriría el planeta entero,
generando un salto gigantesco en la productividad del capital y el
trabajo y sembrando por doquier grandes tensiones, que convulsionarían
el curso de la historia.
Sigue siendo de provecho leer las páginas
en las que Marx y Engels enfatizan el rol de la burguesía en la
transformación radical de las fuerzas productivas y las relaciones de
producción, así como el impulso de un sistema económico que se volcaba
con inusitada fortaleza hacia el futuro. Ese famoso Manifiesto,
brillantemente escrito, recorre en apretada síntesis la historia entera
de la humanidad. Pero si bien el texto atina en su dibujo de las
contradicciones creadas por el modo de producción capitalista, se
equivoca en pronósticos clave. En particular, Marx y Engels fallaron en
sus cálculos sobre la durabilidad y capacidad de adaptación del
capitalismo, así como en lo referente a su aptitud para atenuar las
luchas entre clases y evitar una pauperización generalizada.
Por
otra parte, el desarrollo de los eventos comprobó que la propuesta
colectivista de Marx y Engels, así como la utopía final de una sociedad
comunista, conducían a la opresión en vez de abrir perspectivas
liberadoras. Marx y Engels partieron de una concepción equivocada de la
naturaleza humana. Sus ideas eran herederas intelectuales de la
Ilustración, repletas decontenidos idealistas a pesar de las reiteradas
aseveraciones acerca del supuesto carácter científico de sus teorías
económicas. No obstante, y como cualquier lector imparcial de las
principales obras de Marx (sobre todo) puede atestiguarlo, se trató de
un pensador profundamente aferrado al estudio de los hechos históricos y
la sociedad de su tiempo, empeñado en preservar una filosofía
materialista que en otra de sus obras resumió así:“El modo de producción
de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y
espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina
su ser, sino por el contrario el ser social es lo que determina su
conciencia”.
La fórmula es discutible y Max Weber, entre otros,
realizó al respecto densos cuestionamientos. Ahora bien, lo que sí es
claro es que los sucesores intelectuales de Marx en un sentido amplio,
que incluye a toda la izquierda tanto radical como moderada
(socialdemócrata), mantuvieron por largo tiempo un estrecho vínculo con
la crítica del capitalismo en diversos planos y ámbitos. Fueron el fin
de los experimentos socialistas soviético y chino y la caída del muro de
Berlín los acontecimientos que fracturaron ese lazo entre el
pensamiento de izquierda y lo que Marx denominó “el ser social”,
entendido como sustrato de la historia. A partir de esos hechos, el
pensamiento que acá llamo genéricamente de izquierda empezó su deriva
desde la realidad socioeconómica hasta la especulación puramente
ideológica, sumada al compromiso con causas que hoy se denominan
políticamente correctas, uno de cuyos rasgos esenciales es que no ponen
en entredicho el capitalismo sino algunas manifestaciones del
comportamiento cotidiano en sociedades de consumo avanzadas. La
corrección política constituye una nueva ideología, el “progresismo”,
que concentra de manera prioritaria la atención de la izquierda en temas
referidos a las relaciones entre sexos y razas y a la conducta sexual,
por ejemplo, y la separa –con raras excepciones, como el reciente libro
de Thomas Piketty– de lo que Marx denominaba la crítica de la economía
política.
Tres acotaciones. Primera, no estoy argumentando que los
temas y causas mencionados carecen de legitimidad. Ese no es el debate
que aquí sugiero. Estoy aseverando que tales temas y causas se colocan
más bien en el plano de lo que Marx llamaba la superestructura
ideológica. Sostengo a la vez que la izquierda de nuestro tiempo en
Occidente no sólo se distancia cada vez más de la crítica al
capitalismo, sino que empieza a cuestionar la democracia misma en tanto
esta última expresa la reacción de vastos sectores sociales ante la
globalización capitalista. En tercer lugar, intento realizar un análisis
objetivo. Lo que me interesa es mostrar un fenómeno de relevancia
teórica y práctica que tal vez no ha recibido toda la atención que
merece.
Ya la izquierda occidental no es socialista sino
“progresista”, que es algo diferente. En su deriva desde lo que Marx
llamaba la crítica de la economía política al nuevo compromiso con las
causas políticamente correctas, la izquierda en Estados Unidos y Europa
padece de varios problemas: 1) La pérdida del sentido de las
prioridades. Por ejemplo, Barack Obama –un típico representante de la
izquierda estadounidense, de lo que en ese país llaman “liberals”– nos
asegura que el principal problema de seguridad mundial es el cambio
climático, otra de las causas favoritas del progresismo, al tiempo que
su país se descose debido al empobrecimiento de las clases medias y de
la clase obrera blanca. 2) La pérdida de identidad y la creciente
alianza de la izquierda con los sectores tecnocráticos en las sociedades
avanzadas. Esto se percibió en el proceso electoral del denominado
Brexit. El partido Laborista británico hizo campaña unido en la práctica
a los Conservadores de Cameron, y ambos sucumbieron ante la indignación
de millones de electores que han sido dejados de lado por el desigual y
tumultuoso desarrollo de las nuevas tecnologías. 3) La decadencia de la
política y los políticos, que tanto en la izquierda socialdemócrata
como en la centro-derecha se funden en un único partido, homogéneamente
comprometido con lo que en Italia apodan “buenismo”, es decir, un
sentimentalismo tan abstracto como vacío que habría hecho las delicias
de ilusos como Rousseau y otros creyentes en la bondad natural del ser
humano.
Uno se pregunta cómo puede ser tan miope una izquierda que
todavía se sorprende con los resultados del brexit y el ascenso de un
Donald Trump, para sólo mencionar dos instancias de las tormentas que ya
nos alcanzan o se anuncian. Era inevitable que el abandono del espacio
de la lucha propiamente política, la sustitución del análisis por al
sentimentalismo, y la ausencia de propuestas ante un rumbo del proceso
capitalista que está abriendo tan hondas heridas, condujese al
surgimiento de otras fuerzas, ajenas a las banalidades de un progresismo
que nada dice a vastos sectores sociales en los que se gesta una
verdadera rebelión de las masas. El miedo ante la tempestad empieza a
manifestarse en un creciente temor a la democracia, pues como enseñó el
brexit, millones se niegan a continuar admitiendo el consenso de las
élites globalizadas acerca de lo que presuntamente debería ser el camino
hacia adelante. En ese orden de ideas, es de notable interés seguir la
discusión posterior a la derrota de las élites británicas, europeas y
globales en el brexit, pues la misma indica que en efecto la
globalización capitalista y la democracia de masas están chocando cada
día con mayor intensidad. En este terreno seguramente se definirán los
grandes eventos que nos aguardan.
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