jueves, 19 de mayo de 2011

El sexo y la política

Fernando Mires

La erótica es a la sexualidad lo que la política a la guerra.

1. Aunque uno quisiera pensar que entre sexo y política no hay ninguna relación, la historia, sobre todo la historia moderna, se empeña en demostrar lo contrario.

Por cierto, estoy escribiendo a propósito del caso Strauss–Kahn, pero no escribiré sobreese caso. La maquinaria periodística global ha escrito en un sólo día miles y miles de líneas y escribir una más ya sería demasiado. Pero si escribiré acerca de esa relación tortuosa que se da entre sexo y política, relación que parece ser definitivamente innegable hasta el punto que estoy por convencerme de que no se trata de una relación sino de dos ramas de un mismo árbol. Ese árbol es por supuesto el ser humano. Eso significa que menos que una hipótesis, tengo la sospecha de que el humano anda buscando en el sexo y en la política si no lo mismo, algo parecido, hasta el punto que a veces lo uno se confunde con lo otro. Quiero decir que lo que ciertas personas buscan en el sexo, lo quieren encontrar en la política, o viceversa. ¿Qué es lo que buscan? Para no andar con rodeos lo voy a decir de una vez por todas: el poder.

Que el ser humano busca el poder en la política es algo que nos han dicho todos los filósofos políticos desde Hobbes, pasando por Schmitt y Weber, hasta llegar a Arendt y parece que en ese punto la discusión ya se agotó. Lo que no parece tan obvio es que el sexo, o su señora, la sexualidad, puedan ser parte de los lugares del poder.

No obstante el Freud joven –es decir, el Freud esencialista- nos habría dicho todo lo contrario, a saber, que la política es un campo de sublimación de la búsqueda de un poder cuyo origen es sexual. Lacan a su vez nos habría dicho, de acuerdo con el Freud viejo -es decir, el anti-esencialista- que el ser humano busca en el sexo y en la política objetos sustitutivos de lo que no sabe que busca; algo que está –en las palabras del Freud ya maduro- “Más allá del Principio del Placer”. Ese “más allá” es, como se sabe, el objeto del deseo según Lacan.

Quizás el mejor ejemplo del sujeto del objeto del “deseo lacaniano" se encuentra representado en el “Don Juan” quien buscaba en todas las mujeres que se le ponían por delante (o por debajo) lo que ninguna podía darle: un objeto que cruzara el horizonte de la materia pura hasta alcanzar las orillas de la vida eterna. Incluso, siguiendo esa ruta, podríamos concluir afirmando que Don Juan no sólo no era un romántico sino, sobre todo, un metafísico y quizás, aunque nadie me crea: un teólogo.

El problema, si es que lo hay, podría ser resumido en una frase: tanto en el sexo como en la política buscamos lo que no tenemos. Ahora, si esa frase es medianamente cierta quiere decir que tanto el sexo como la política son dos dominios privilegiados del “no- tener”, carencia que nos lleva hacia las zonas del “querer- tener”. Y para tener lo que queremos, buscamos poseerlo, acto que es imposible sin su a-poderamiento, o sea imposible sin la lucha contra todo lo que se opone a la posesión, esto es, sin lucha por el poder. Luego, ese espacio que media entre el no-tener y el poseer está marcado por la lucha por el poder, lucha que no es asequible sin el deseo de poder, o como dijo Nietzsche, sin “voluntad de poder”.

Sin embargo, en su versión nietzscheana esa voluntad de poder no es algo ajena al ser; es el mismo ser. De ahí que, de acuerdo al terrible filósofo, todo lo que mina la voluntad del poder, ya sean las instituciones, la moral, la religión y otras yerbas, son atentados contra el ser: enemigos mortales de la existencia humana. O para decirlo así: la forma natural del ser, no sólo del humano sino de todo lo que "es", es su expansión temporal y espacial, expansión que en lenguaje filosófico llamamos “trascendencia”, o sea, querer ser más de lo que somos teniendo lo que no tenemos. El objeto del tener (desear) es múltiple: dinero, mujeres u hombres, seguidores, partidarios, autos, belleza, felicidad, y muchas otras cosas. Lo importante es tenerlo, lo que implica a-poderar-nos del (imaginario e imaginado) objeto del deseo.

A fin de expresarme mejor debo decir que no me estoy refiriendo a lo que el humano ha llegado a ser en su historia sino a ese ser primitivo del cual somos portadores. Por supuesto, casi nadie podría estar de acuerdo, y con razón, si alguien afirmara que el humano, sobre todo en su versión masculina es, de acuerdo a su naturaleza, un simple poseedor de objetos. No obstante vale la pena preguntarnos si aquello que nos diferencia en nuestra -según Foucault, cotidiana- “lucha por el poder”, no son los objetos de posesión sino más bien los medios que usamos para obtenerlos. Efectivamente, hubo un tiempo en que nuestros antecesores, los primates, a fin de hacerse del poder, simplemente mataban a su poseedor, deporte que se extendió durante toda la Europa medieval hasta llegar al descabezamiento del pobre Luis XVl. Del mismo modo cuando algún primate deseaba a una “primata” esperaba que pasara por un determinado lugar y le caía encima desde un árbol.

Los tiempos han cambiado un poco y hoy los primates modernos no siempre matan a quien detenta el poder; basta con derrotarlo en las elecciones. Tampoco es bien visto caerle desde un árbol a alguna “primata”. Más bien le hacen poemas, le envían flores, o le escriben un e-mail. Esa es la razón por la cual siempre he pensado que hay una relación muy directa entre el violador sexual y el golpista quien a su vez viola la Constitución y las leyes para hacerse del poder.

Todavía la fauna humana abunda en violadores y golpistas, de eso no cabe duda. Pero también ya existe el consenso de que en el primer caso el violador ha transgredido las normas desconociendo la puesta en práctica del amor, o del Eros, como medio de posesión. Lo mismo ocurre en el caso del golpista pues ha desconocido las normas básicas de la política apelando a la violencia como medio de obtención del poder. Con toda razón en el Sur de América Latina los militares golpistas son llamados “gorilas”.

¿Hacia donde voy con estas analogías? A la siguiente y muy simple conclusión:La erótica es a la sexualidad lo que la política a la guerra.

Tanto a través del arte erótico como del arte político buscamos acceder al objeto del deseo. En cierto modo tanto la erótica como la política son formas civilizadas (ciudadanas) destinadas a perseguir un objetivo descifrado por medio de la voluntad de poder como un objeto. En los dos casos, la erótica y la política, intentamos seducir o atraer al objeto del poder. Los grandes amantes, así como los grandes políticos, han sido siempre grandes seductores. En los dos casos han sido introducidas en la práctica de la seducción, artimañas o malas artes: la mentira, o el engaño. Por último, en los dos casos son posibles los regresos hacia aquel estadio pre-erótico y pre-político de donde venimos todos. Hay tantos, pero tantos ejemplos, que más bien vale la pena no nombrar a ninguno.

2. Para estudiar la relación entre sexualidad y política tenemos, nos guste o no, que recurrir al legado de los analistas clásicos quienes, de una manera u otra, trataron de buscar los vínculos entre el universo interno y los espacios externos de cada ser. Ya me he referido ligeramente a Freud y a Lacan en quienes subyace de un modo implícito un potencial teórico que inevitablemente inunda los espacios de la política como lo han captado entre varios, Ernesto Laclau y Slavoj Žižek.

Sin embargo hubo un gran analista a quien muy pocos recurren pese a haber sido sido uno de los que se ha ocupado intensamente, y a diferencia con los nombrados, de un modo radicalmente explícito, acerca de la relación entre sexualidad y política. Me refiero a Alfred Adler (1880-1937), el enemigo íntimo de Freud.

Los estudios psicológicos de Adler siguen una progresión evolutiva. En sus primeras obras - particularmente en Studie über Minderwertigkeit von Organen(1907)- encontramos, al igual que en el Freud joven, un predominio del biologismo. En las obras intermedias, sobre todo en Praxis und Theorie der Individualpsychologie (1920) y Lebenskenntnis (1929) hay una preocupación ostensible por la relación individuo- sociedad. Sus obras finales como Wozu leben wir? (1931), Der Sinn des Lebens (1933), ya no son psicológicas; son primordialmente filosóficas.

Alfred Adler es conocido, entre otras cosas, como inventor del mal llamado “complejo de inferioridad”. Digo mal llamado porque la palabra que usó para designar la inferioridad, Minderwertigkeit, no tiene mucho que ver con el concepto de inferioridad que se aplica en otros idiomas, entre ellos en el castellano. La traducción exacta debería ser “baja valoración” o “valoración mínima”.

Ahora, el ser humano, desde sus primeros comienzos es un ser con baja valoración, y por lo tanto des-valorado ante sí mismo. Frente a su baja valoración eleva su protesta, a la que Adler llama “protesta masculina”, otro de los conceptos que ha producido grandes equívocos pues Adler no se refiere a la masculinidad de género sino a una masculinidad cultural, es decir, a la consagración de valores como la fuerza, la valentía, el orgullo. Son los mismos valores que han definido esa masculinidad cultural frente a la cual hombres como mujeres nos encontramos en una situación de permanente inferioridad (desvalorados). De este modo, el ser humano busca, a lo largo de toda su vida, su re-valoración.

La valoración, a su vez, debe ser reconocida como tal por los “otros” y para que ello sea posible debemos ostentar sus objetos (trofeos) que, como ya fue dicho, pueden ser múltiples y muy diversos entre sí. Eso significa que a fin de acceder a los objetos de valor -entre muchos hombres las mujeres y entre muchas mujeres los hombres- necesitamos poseerlos y por lo mismo requerimos de una voluntad de poder, termino de Nietzsche recogido positivamente por Adler y al cual, de acuerdo a su léxico de analista, llama Agressionstrieb (pulsión de la agresión, o mejor: pulsión agresiva)

Al igual que Nietzsche con su “voluntad de poder”, Adler pensaba con relación a su “pulsión agresiva” que el daño más grande que se podía hacer a una persona era tratar de bloquear sus agresiones. Pero a diferencias de Nietzsche, quien proponía dar curso libre a la voluntad de poder, Adler postulaba su reinversión, esto es, otorgar a la agresividad un sentido culturalmente constructivo.

Como a diferencia de otros seres animados no poseemos una naturaleza pre-establecida, hemos tenido que inventarla, luego programarla y finalmente, activarla. En cada uno de nosotros se repite desde la infancia hasta la vejez toda la historia de la humanidad. Gracias a esa invención cultural que es el amor hemos transformado la sexualidad reproductiva en un arte erótico del mismo modo que la simple alimentación ha pasado a ser un arte gastronómico. La lucha violenta por el poder la hemos transformado en lucha política y a esta última en conflicto democrático. Ha sido un proceso largo, muy largo y condenadamente difícil. ¿Qué nos puede asombrar entonces cuando de pronto algún renombrado político, ya no pudiendo contener más sus impulsos en el espacio de la política los hace reaparecer en el de la sexualidad el que, como he tratado de insinuar, también está marcado por la lucha por el poder, lucha a la que no podemos renunciar sin dejar de ser lo que somos aunque nunca sepamos lo que somos?

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