IGNACIO CAMACHO
04/05/2011
HAY una parte de la opinión pública española y europea a la que causa desagradable consternación la decisión de Obama de eliminar a Bin Laden por las bravas, con nocturnidad, violación domiciliaria y muy malos modales. Para estos espíritus biempensantes, la superioridad moral de los occidentales ante el terrorismo consiste en mantener una contemplativa actitud zen y dejarse asesinar preguntándose qué habremos hecho para merecerlo. En esa pusilanimidad intelectual, capaz de imputar el atentado de las Torres Gemelas a la política internacional estadounidense, encuentran los terroristas el sostén para su determinación criminal, que no sólo causa un daño físico inmediato sino que provoca graves fisuras en la sociedad democrática como demostró el indudable éxito político del 11-M. Los norteamericanos, que son un pueblo consciente del valor de su libertad, lo entienden de otro modo; piensan que su sistema de vida, del que se sienten seguros y orgullosos, ha sido objeto de una declaración de guerra. Y están resueltos a defenderse para hacer ver, como dijo el presidente al anunciar la ejecución sumarísima del archimalvado, que la verdadera superioridad moral consiste en no dejarse intimidar ni permitir que la democracia ofrezca puntos débiles a sus enemigos.Menos mal que ha sido Obama el autor intelectual y político de la liquidación del megaterrorista. Si lo llega a pillar Bush estaríamos ante un escándalo mundial con peticiones de procesamiento -de Bush, no de Bin Laden-en el Tribunal de La Haya. El actual inquilino de la Casa Blanca, que está apurado de popularidad y necesitaba un golpe de efecto para reponerla, no ha dudado siquiera en aprovecharse de los llamados interrogatorios de Guantánamo —torturas, en román paladino —para descubrir el escondite del villano. A continuación ha aplicado la lógica de un acto de guerra, asumiendo la responsabilidad sin parapetarse en la confusa trama de las operaciones encubiertas y la razón de Estado. Eso es lo que diferencia la expeditiva eliminación de Bin Laden de un episodio de guerra sucia: fue ordenada desde la legalidad constitucional y conforme a poderes autorizados por el Congreso. Su evidente condición de venganza punitiva está respaldada por la legitimidad que el derecho internacional concede a determinados actos de represalia.Para algunos exquisitos progresistas de salón lo procedente hubiese sido detener a Osama con mucho respeto, trasladarlo con delicadeza a una prisión no demasiado incómoda y abrirle un juicio en el que pudiese exponer con detalle los motivos de su cruzada antioccidental, no sin antes consumir varios años en un prolijo debate internacional —con la correspondiente intervención de los garzones de turno— sobre la instancia o tribunal que debería juzgarlo. Lástima que a Obama, tan ocupado con las cosas del poder, se le olvidase mandar que le leyesen sus derechos
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