Américo Martín
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El gobierno presidido por Hugo Chávez acusaba a la oposición democrática de cercarlo con una “dictadura mediática”. Excluyendo el epíteto infamante de “dictadura”, pronto, en efecto, los grandes medios, que a las primeras habían respaldado abiertamente al afortunado comandante, comenzaron a tomar distancia. Se había hecho evidente el postulado de guerra que marcó la gestión del nuevo gobierno. Creyendo ver en la oposición y en el desenfado tradicional de periodistas y empresas de la comunicación una conspiración ultraderechista encubierta, confesó –a través de su ministro Izarra– que su régimen estaba obligado moralmente a gozar de hegemonía mediática. Era menester lograrlo si se quería avanzar en serio hacia la gaseosa meta del socialismo siglo XXI. Fue de nuevo la teoría del contragolpe. Montado en la ola de un mercado petrolero en alza continua y acelerada combinó el palo con la zanahoria. Se sentía vencedor. Compró, estranguló, amenazó, castigó y así logró el estado ideal: la adquisición de emisoras “rebeldes”, la censura y una espesa y vergonzosa autocensura. La política de decapitar la prensa independiente y cesantear periodistas llegó al clímax. Se registra hoy un predominio oficialista absoluto en la TV, y casi absoluto en radio y prensa. El control del papel le ha permitido estrangular los últimos residuos de libertad de expresión.
Sería el sistema soñado. Habría una sola ideología, una sola fuente de información, una sola pauta de conducta permitida.
El celebrado y unánimemente reconocido comunicólogo Marcelino Bisbal, se permitió hacer el diagnóstico de la situación: el gobierno –dijo– no había impuesto una simple hegemonía mediática sino toda una verdadera dictadura comunicacional.
Es propio de las autocracias la hostilidad contra la disidencia. Por eso el radical avasallamiento de la libertad de expresión no calmó la sed de dominio sino que la expandió a todos los rincones donde se expresaran criterios propios, sobre todo si fueran disidentes. Sindicatos, gremios, pobladores. Pero particularmente, universidades y educación media. Y aquí sí que la lanza tocó granito porque no pudo penetrar hasta el fondo y por el contrario ha alentado la organización de un poderoso movimiento estudiantil que recoge tradiciones de lucha de más de un siglo, para no hablar sino de Venezuela.
Chávez halagó, y no pudo. Amenazó, y tampoco. Ofreció dinero, y menos. Esgrimió las armas punitivas, y nada obtuvo. El resultado es que la masa de educación superior (algo más de 400 mil almas) y la liceísta (unos 2 millones y medio) son baluartes insobornables del cambio democrático.
Algo similar ocurre con el movimiento laboral y los gremios profesionales. El gobierno de Maduro está en franca minoría en esas esferas.
Se percibe el desastre del sedicente socialismo venezolano. Las cifras escandalizan. Son tormentosas e inexplicables. Ultimo país en la OPEP, en Latinoamérica y hasta en la dócil Alba. Pocos se hunden en la ruina como Venezuela. Y luego el cortejo de perversiones con la criminalidad en el frontispicio. El gobierno se dio a armar hasta los dientes a grupos fascistas llamados “colectivos”, y a hacer de los militares una guardia pretoriana. En contraste, las manifestaciones democráticas, pacíficas, desarmadas, crecen con la fecundidad de la verdolaga.
¿Cómo explicar que los estudiantes –de tradición revolucionaria– enfrenten la represión con tanta templanza? ¿Cómo explicarle a la militancia por qué estudiantes y trabajadores están contra el gobierno?
Algo había que decir, y algo dijeron. Los estudiantes serían hijos de ricos apátridas. Y los trabajadores, vulgares consumistas que son solo “clase en sí”, hasta que la revolución capture su conciencia. Unos y otros, marionetas del imperio en trance de invadir.
Los años pasan sin que asomen golpes, magnicidios o invasiones. Marines, no se divisan. Nunca aparecerán pruebas o indicios de aquellos peligros. ¿Para qué? Con que lo denuncien los timoneles basta.
El pregonado socialismo SXXI hace agua. Acosado, Maduro incrementa su comercio con el odiado imperio. Por primera vez en la historia un poderoso exportador de crudo y derivados del petróleo, ahora importa masivamente gasolina. ¡Y nada menos que del imperio al cual destina sus más duras denuncias! Presentarse como víctima del imperio mayor, cuyas alforjas –según él– compran estudiantes, jugadores de las mayores y premios Oscar, es el único argumento de un hombre que debería renunciar si no da el poderoso viraje que pocos esperan de alguien tan debilitado.
Recogiendo su jactancioso lema de que con la burguesía, la derecha y los yanquis, no se dialoga, Maduro ha pregonado su disposición a encontrarse con sus diabólicos adversarios, incluidos Capriles y Obama. Y con la misma, recorre capitales para cambiar la adversa opinión internacional que lo acusa.
Jorge Eliécer Gaitán desnudó en 1929 el truco de las tales agresiones gringas. Para justificar la masacre de unos bananeros huelguistas, el gobierno afirmó que facilitaban una invasión norteamericana. Por eso los diezmó.
Ante la tragedia inaudita necesitaba una excusa cómplice. Para tocar el patriotismo inventó los buques de guerra norteamericanos.
El más duro de los problemas de Maduro es que su gente insista en la muerte y la tortura. Las redes sociales y centenares de miles de manifestantes difunden imágenes del horror.
¿Qué puede hacer Maduro? Responda, señor. Podría revertir la represión, liberar los presos políticos y estudiantes, desarmar sus paramilitares. Si quiere dialogar, esos pasos son vitales. Si no puede, renuncie. Si en lugar de abrir el puño, lo obligan a cerrarlo, se condenará –volvamos a Gaitán– al escrutinio entre la espada de la justicia y el puñal de los asesinos. @AmericoMartin
“Donde desaparece la espada de la justicia, vibra el puñal de los asesinos” (Gaitán, 1929)
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