domingo, 16 de marzo de 2014

LA CUMBRE DE LA ATROCIDAD
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Elias Pino Iturrieta



El establecimiento del grado de represión que predomina en la actualidad no se hace fácil en un país que se ha caracterizado por la reiteración de opresiones terribles. José Tadeo Monagas se valió del populacho para atacar con violencia el Parlamento opositor, hasta convertirlo en colaborador sumiso; pero también de una gendarmería dispuesta a distribuir chaparrazos y a montar cepos a granel. Guzmán tuvo una policía que, debido a sus atropellos, fue comparada con los esbirros del dictador Juan Manuel de Rosas en la Argentina. Cipriano Castro se ufanaba de los castigos que ordenaba contra los caudillos que le adversaban, y llegó a referirlos en sus cartas y a permitir que su burlaran de sus tormentos en la prensa. De la hegemonía que impuso Gómez se pueden escribir tratados voluminosos sobre una ordalía de dolor y muerte, capaz de transformarse en prototipo del género. El perezjimenismo nos ha dejado la memoria oscura de la Seguridad Nacional y del pánico que provocó en la ciudadanía. Durante el período de la democracia representativa se sucedieron hechos de persecuciones opresivas, especialmente contra los movimientos guerrilleros, en cuyo combate se cometieron excesos imperdonables, pero también contra manifestaciones de los estudiantes. En cada caso se trató de ofrecer una justificación de la violencia ejercida por el Estado, pero en cada uno de tales períodos se escribieron capítulos de ignominia en los cuales se registran los desmanes de una autoridad despótica y el padecimiento de la sociedad que, a través del tiempo y en el ejercicio de sus derechos, ha buscado una convivencia civilizada.
La dictadura de Maduro no solo se inscribe dentro del marco de los cruentos ejercicios que la preceden, sino que también se ha empeñado en superarlos. Es cierto que, a diferencia de los retos manejados por las autocracias anteriores, ha debido enfrentar un rechazo masivo que antes apenas se concibió en tiempos de guerra, pero es igualmente indiscutible que los ha considerado como si formaran parte de los contingentes armados que fueron frecuentes en el siglo XIX. Los trata de manera semejante, con las diferencias propias del paso de los tiempos y de la evolución de las herramientas de represión. Gómez, verbo y gracia, no sufrió el ataque de una oposición masiva que tomó las calles para desplazarlo; y Pérez Jiménez apenas se vio en semejante aprieto en los últimos meses de su mandato, hecho inesperado que le movió el piso hasta obligarlo a la parálisis y a poner pies en polvorosa. El caso del dictador de turno es excepcional, aunque cuenta con el antecedente de las manifestaciones masivas contra Chávez, sucedidas en 2002 y condenadas al fracaso por un amago de represión militar y por la incapacidad de los líderes que dirigieron el levantamiento con un apoyo colectivo que no se puede negar. Maduro está, en consecuencia, ante un disparadero peculiar, ante un desafío masivo que jamás había sucedido mientras apenas está comenzando un período constitucional, pero busca la salida por los antiguos caminos sangrientos de la violencia contra la sociedad.
¿Una violencia mayor, en relación con las pocas llevadas a cabo en el pasado contra presencias considerables de adversarios? Sin duda, o por lo menos más ostentosa y capaz de concederle lugar distinguido entre los verdugos que por desdicha hemos sufrido como sociedad. La GNB en trabajos propios de un ejército de ocupación, los elementos paramilitares como ejecutantes de tropelías a mansalva y el descubrimiento de casos de tortura que, para baldón de la República, no han dejado de abundar, indican la presencia avasallante de una atrocidad que difícilmente se puede descubrir en el pasado. Un detalle estelar da cuenta de cómo esa atrocidad llega a escalas jamás experimentadas: el ejército de ocupación, y aun los mismos paramilitares, son acompañados en sus arremetidas con música. Como si se tratara de un desfile propio de juegos florares o, sin acudir a metáforas, como hicieron las tropas de Estados Unidos en la guerra imperialista de Vietnam. Monagas no puso por delante una orquesta cuando perpetró el asesinato del Congreso, ni a Gómez jamás se le hubiese ocurrido presentar a las Sagradas con melodías festivas, digo yo.

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