Fernando Savater
Antes del discurso de toma de posesión del nuevo Rey, algunos bienintencionados le recomendaron que aprovechara esa ocasión inaugural para utilizar lo más posible el catalán y supongo que ya puestos también el euskera, el gallego… Incluso mencionaban el precedente de los discursos de la Corona en Bélgica, que es precisamente la comunidad nacional más enfrentada de Europa y por tanto el mejor argumento a favor de una lengua común de cuya carencia política evidencia los efectos.
El discurso real fue sobrio y formal, pues difícilmente podía esperarse otra cosa; decepcionó a los separatistas para alivio del resto de los ciudadanos, y fue pronunciado en castellano aunque utilizó de paso las demás lenguas españolas en menciones literarias de poetas que escribieron en ellas. Una ocasión desaprovechada, se apresuraron a decir los que esperaban más énfasis en la escuela de idiomas. A mi juicio, en cambio, una excelente lección. Porque en ese aspecto el discurso no solo fue regio por el rango de quien lo pronunciaba, sino también realista. Las diversas lenguas de nuestras regiones son una indudable y reconocida riqueza cultural, bien ejemplificada por los creadores que las han utilizado y por quienes hoy aportan en ellas perspectivas diversas, críticas y exaltaciones imprescindibles para comprender nuestra comunidad. Pero no son una legitimación de la fragmentación política, como pretenden los nacionalistas, y en tal sentido reivindicar la lengua común es defender lo que nos une como país y Estado de derecho, sin desmentir en modo alguno el pluralismo social y literario de que disfrutamos.
Es esta incomprensión radical entre la variedad cultural y la unidad política me parece que se cifran buena parte de los interesados equívocos alentados por nuestros separatistas, que confían en que la gente ignore que la primera no justifica la demolición de la segunda. Los modernos Estados de derecho siempre acogen dentro de su homogeneidad legal posibilidades culturales distintas que constituyen precisamente una parte esencial de la libertad de sus ciudadanos. Pero lo que funda la democracia es el demos, no el etnos; es decir, que en España hay catalanes, vascos, andaluces, gallegos, etcétera... culturales, pero políticamente solo hay ciudadanos españoles. Y eso a pesar del arcaísmo de los “derechos históricos” (que son las brujas de Zugarramurdi del orden constitucional) y que el nuevo Rey en su proclamación juró respetar “los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas”, fórmula ominosa (¿qué pasa si entran en conflicto?).
Entre nosotros, se respetan y hasta a veces se sacralizan exageradamente las diferencias culturales (y religiosas, eróticas, etcétera), pero su fundamento es la común ciudadanía compartida, que las permite todas y también el derecho a diferir de la diferencia dentro de cada grupo diferenciado: nadie tiene obligación de ser extremeño, catalán o madrileño como los demás. A fin de cuentas, la verdadera singularidad que el Estado debe defender no es regional o de ninguna capilla, sino la personal: “Uno de los fundamentos del Estado de derecho es que el cuerpo político está formado exclusivamente por individuos. Su apuesta es que se puede y se debe trascender la visión troceada y tribal de la sociedad; que se puede y se debe unificar por una ley común que repose sobre principios universales ese mosaico que de otro modo tiende necesariamente a un régimen mafioso” (Catherine Kintzler, Penser la laicité, ed. Minerve). La aceptación de la Constitución democrática permite a cada ciudadano parecerse culturalmente a quienes prefiera o diferir audazmente de todos los que le rodean…
Decir que el desafío secesionista de los nacionalistas catalanes amenaza hoy la unidad de España es una forma quizá algo anticuada de referirse a que pretende conculcar la integridad incondicionada de nuestra ciudadanía compartida. Es eso, a mi entender, lo que fundamentalmente pretende denunciar el manifiesto Libres e iguales que hemos firmado gente de diferentes tendencias políticas. De inmediato ha sido denostado como muestra de nacionalismo español por quienes al parecer tienen dificultades para entender un texto bastante sencillo, o se ha recurrido para descalificarlo al sobado “choque de trenes”, ese cliché para simular que se piensa o para disimular lo que se piensa. Por cierto que el símil con el desastre ferroviario sirve para cualquier enfrentamiento político, por ejemplo la II Guerra Mundial. Pero como en aquella ocasión un tren llevaba a Treblinka y otro a la Unión Europea, todos nos alegramos de que se hiciera descarrilar al primero aunque fuese alto el coste. Afortunadamente, el caso que nos ocupa no es ni con mucho tan dramático. La actitud de los nacionalistas catalanes no es violenta, aunque en realidad tampoco es estrictamente pacífica, porque no se puede llamar así a un órdago por parte de representantes autonómicos que pone al Estado en la tesitura de aceptar su deslegitimación humillante o emplear su fuerza coercitiva de modo legítimo pero nada deseable.
Desde luego, nuestro manifiesto no se opone a que Rajoy y Artur Mas discutan cuanto puedan y les corresponda, para eso pagamos el sueldo a los políticos. Pero lo único que subrayamos, frente a los arbitristas reiterativos del “¡que se besen, que se besen!”, es que ninguno de ellos puede manipular a su antojo lo que no les pertenece porque es de todos, con tal de que se amaine el lío a cualquier precio. Personas cuyo criterio valoro opinan que una reforma federal de la Constitución puede ser conveniente. Pues si mejora la administración territorial del país y de paso calma el ramalazo étnico de los nacionalistas sin dañar al demos, lo que está por ver, adelante con ella siempre que cuente con el acuerdo suficiente. Lo que desde luego no puede cambiarse es la condición de los ciudadanos por la de nativos o autóctonos (“autotontos” les llamaba Valle Inclán), ni fragmentarla accediendo a que algunos proclamen “la república independiente de mi casa”, como decía aquel anuncio.
En el debate de los tres candidatos a dirigir el PSOE, tan hueco en lo que se decía como significativo en lo que se callaba, me llamó la atención especialmente una propuesta de Eduardo Madina: los socialistas “tienen que estar con los que no tienen nada que perder”. Dejemos a un lado que parece dar por supuesto que entonces los que tienen algo que perder —empleos, industrias, propiedades, seguros sociales, etcétera…, o sea la mayoría de los españoles— deben irse sin más a buscar el amparo de los partidos de derechas. Lo importante es que pasa por alto lo que todos tenemos que perder: nuestra ciudadanía, algo que se basa en la legalidad del Estado y no en “el pueblo”, “la calle” y todos esos embelecos populistas que se han puesto de moda. Esa legalidad no puede ser derogada por votos y urnas de una democracia repentina sin cláusulas, porque la precede.
Como dijo Tony Judt, “si uno se para a pensar en la historia de las naciones que maximizaron las virtudes de lo que nosotros asociamos con la democracia, se da cuenta de que primero vino la constitucionalidad, el Estado de derecho y la separación de poderes. La democracia casi siempre llegó lo último” (Pensar el siglo XX, ed. Taurus). En la ciudadanía se basan los derechos (el primero, elegir opciones de izquierdas, de derechas o las que fueren) y las prestaciones sociales, que dependen de ella y no de la productividad, la rentabilidad o la gobernabilidad que solo atiende al orden público. Si se fracciona o se reduce a mera pertenencia local, desaparece la auténtica posibilidad de combatir los abusos y crear mejores estructuras, para dejar libre el campo al mero afán de revancha, cuya espontaneidad irreflexiva tan provechosa resulta a los ambiciosos y a los fanáticos. Este es el mensaje que hay que hacer llegar a todos nuestros conciudadanos en la importante etapa política que vamos a afrontar los próximos meses.
Fernando Savater es escritor.
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