Anibal Romero
El brillante parlamentario inglés J. Enoch Powell dijo una vez que “todas las carreras políticas terminan en fracaso”. Ahora bien, no todos los fracasos son iguales. Algunos son más impactantes y significativos que otros, y el de Barack Obama es un fracaso de grandes proporciones.
Hace dos semanas, la respetada y prestigiosa encuestadora norteamericana Quinnipiac publicó sus más recientes resultados, según los cuales Obama es evaluado como el peor presidente que ha tenido Estados Unidos en el período posterior a 1945. Considera 45% que Estados Unidos estaría mejor si Romney, en lugar de Obama, hubiese sido elegido hace dos años, frente a 39% que piensa lo contrario. Las evaluaciones negativas de Obama en cuestiones centrales de su gobierno son claras: 55% frente a 40% desaprueba su manejo de la economía; 58% frente a 40% juzga negativamente su desempeño en el sector salud, en tanto que un abrumador 57%, frente a 37%, emite una opinión crítica sobre la política exterior del actual presidente.
Quizás algunos se sorprenderán con esto. En su momento, como recordarán lectores con buena memoria, advertí que la elección inicial de Obama, y su reelección, se sustentaron en espejismos sentimentaloides e ilusiones sin base, y que las consecuencias de tales actitudes serían el desencanto y la frustración. La prensa internacional, en Estados Unidos, Europa y América Latina, ampliamente controlada en el plano ideológico por la izquierda bienpensante, se encargó de construir una muralla protectora alrededor de Obama, muralla que impidió –y todavía lo logra a medias– un juicio ponderado sobre el personaje, su trayectoria y sus ideas. Y hay que decirlo: el hecho de ser un político de color fue factor esencial en sus dos victorias electorales, más allá de los criterios que usualmente se utilizan para evaluar a un candidato.
Recuerdo que pocas semanas antes de la elección de Obama en 2008, un importante empresario radicado en Estados Unidos, muy influyente en círculos de poder de ese país, me dijo que si Obama no era seleccionado se iba a producir una protesta masiva y posiblemente violenta de afroamericanos en ciudades como Detroit, Los Ángeles y Washington DC, entre otras. Honestamente ignoro si tal percepción era cierta y bien fundamentada, pero recuerdo que entonces pensé: ¿Hasta aquí ha llegado la democracia en Estados Unidos? ¿Resulta que la persistencia obsesiva del tema racial impone condiciones a los electores, que casi se ven forzados, así sea inconscientemente, a decidir su voto en función de soterradas amenazas de violencia callejera?
Es muy grave que numerosos norteamericanos continúen arrastrando un complejo de culpa por lo ocurrido en el pasado; y es muy grave que no pocos afroamericanos sigan llevando consigo un ansia de pasar facturas por ese pasado a nuevas generaciones, a las que resulta injusto, aparte de absurdo, cobrar el dolor de la esclavitud y la discriminación.
Lo más paradójico de todo esto es que no pocos entre aquellos que, con razón, se oponen a discriminar y juzgar a los seres humanos por el color de su piel, actúan precisamente de esa forma cuando se trata de Obama, ejerciendo una especie de “racismo al revés”: Obama es presuntamente intocable pues es un hombre de color. Esto también me parece condenable, y surcando ese camino Estados Unidos acabó por elegir a una persona sin experiencia, un verdadero iluso, que fue llevado de la mano por un “establishment” acosado por sus complejos de culpa a ocupar la Presidencia de un gran poder.
La prensa de izquierda bienpensante se encargó de tender un manto sobre los estrechos vínculos de Obama con elementos extremistas, colocados en los márgenes de la política estadounidense; de pasar de igual modo por alto que un hombre sin experiencia alguna de gobierno, que había sido apenas un “organizador comunitario” en la turbia vida política de Chicago, y cuyos dos años en el Senado se habían caracterizado por su casi perenne ausencia del hemiciclo, fuese escogido para guiar a un país clave en momentos cruciales. Poco o casi nada se debatió el hecho de que Obama hubiese dirigido una importante revista jurídica en Harvard (Harvard Law Review) sin jamás haber publicado un artículo académico (y tampoco lo hizo como director de la revista), o que aún no se conozcan sus calificaciones académicas, que siguen bajo llave en los archivos de Occidental College, Columbia, y Harvard.
En 2008, en diversos artículos y entrevistas, alerté acerca de Obama, sobre su carencia de experiencia, su visión quimérica del mundo, su tendencia a culpar a su propio país por los problemas en lugar de considerarle una fuerza positiva para su solución. Dije que los planes de Obama en materia económica equivalían a tomar el camino del socialismo europeo, precisamente cuando este último empezaba a fracturarse y poner de manifiesto sus profundas fallas estructurales. De hecho, las políticas económicas de Obama han multiplicado el desempleo, especialmente entre los afroamericanos. Sostuve, por otra parte, que Obama representaba una desorganizada y seriamente perjudicial retirada estratégica de Estados Unidos con respecto a los asuntos mundiales, retirada que produciría aún mayor inestabilidad y el peligro de nuevas y graves guerras. En particular señalé que Obama iba a significar una pérdida de brújula por parte de Washington con relación a su papel y misión en el mundo.
Creo que los hechos han corroborado el referido diagnóstico, y me excuso ante los lectores por esta enumeración presuntuosa. El tiempo ha demostrado que Obama no es el mesías que construyeron sus seguidores, y que sus quiméricas propuestas no fueron las profecías bíblicas creídas por millones de ilusos e ingenuos alrededor del planeta.
Obama pretendió congraciarse con el islamismo, y el resultado de su debilidad y confusión es un Medio Oriente más anarquizado que nunca, con un Estado islamista radical en formación; los aliados tradicionales, como Egipto, traicionados; Israel, acorralada; Irak y Afganistán, abandonados; Libia, convertida en un caos, y Al Qaeda, organización a la que Obama había declarado “casi destruida y huyendo”, más fortalecida que nunca.
En vez de “recomenzar” la relación con Rusia, según lo anunció en su momento la también confusa y extraviada Hillary Clinton, vemos hoy a Putin resucitando a la URSS con otro disfraz. La blandenguería obamista ha enajenado a Japón, Corea del Sur y Taiwán, que empiezan a rearmarse en serio y a pensar en el arma atómica, en tanto que China proyecta sus ambiciones sobre un continente asiático estremecido por la retirada estratégica de Washington. Tan grave es el deterioro en la posición geopolítica de Estados Unidos, que Obama está cercano a echar por tierra el gran logro de Nixon y Kissinger, y, de manera contraria, juntar a Rusia y China. A este sombrío panorama en ciernes hay que añadir la reciente expulsión del jefe de la estación de la CIA en Berlín, capital en la que ya empieza a discutirse la posibilidad de un acercamiento entre Alemania y Rusia a expensas de Washington. ¡Bismarck debe estar riéndose desde el infierno!
Y no puedo dejar de lado a Venezuela. El gobierno de Obama ha traicionado la democracia y la libertad en mi país. Ante la patente y sistemática violación, por parte del régimen “bolivariano”, de todos los principios que alguna vez hicieron grande a Estados Unidos, y olvidando por completo lo que significó el compromiso democrático de Venezuela frente al comunismo castrista, Washington ha respondido al dominio cubano sobre Venezuela con la futilidad, la banalidad, la torpeza y los gestos vacíos de un gigante de pacotilla, haciéndose casi siempre de la vista gorda, mirando a otro lado, esperando que algún milagro ocurra en la devastada tierra de Bolívar, permitiendo a la vez que la OEA pase de ser un ente más o menos inocuo para convertirse en una vergüenza irredimible.
Barack Obama, adulado hasta la saciedad en medio de la “bobalización” global, acabó por creerse lo que de él decían. Su afanosa búsqueda de la aprobación de todos le ha dejado crecientemente solo. Su mundo de fantasías colapsa, pues Obama olvidó el sabio consejo de Maquiavelo: para un político, en especial para el jefe de un gran poder, es mil veces preferible ser temido a ser amado.
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