LEANDRO AREA
En
Venezuela hemos hecho un gigantesco esfuerzo para crecer, vencer, y salir de lo
hondo de la mina que somos. Lo digo desde el lenguaje de los míos que son
muchos, que son de los que piensan que este país tiene que tomar otro rumbo y que
triunfar no es sinónimo de deuda sin pagar o de venganza, de lo tuyo o de lo
mío, que es más allá de tus propias narices. Y que ya a esta geografía le
sobran, menos mal, tantos loros y reinas, imágenes, manantiales, caudillos,
aceites y corsarios, y le falta, eso sí que le ha sido azaroso y mezquino, un
denominador común, una raíz que no sea el fracaso de hoy sino por el contrario
una pujanza, una sola garganta que incluya mil registros, los que se expresan a
través de la cultura democrática, para nombrar la diversidad que somos, que sufre
en común y se despierta imagino, soñando todavía con ser alguien por fin en
esta vida.
Porque
estos abuelos, padres, madres, hijos y demás herederos, retoños por igual de
esta agraciada tierra hoy plena de desgracias, merecen más que este vendaval que
hoy bufa su deriva. No es este nuestro mérito, lo que valemos, orgullo más
estima, horizonte ahora vertical picado en dos mitades, sin perspectiva alguna
de bondad o regocijo, con el que se nos conmina a padecer el enrollado devenir
de nuestras interminables inclemencias diarias. Horizonte sin horizonte. Calle
ciega.
Tampoco
nuestro pasado merece tanta vergüenza. No creo que exista héroe civil o militar
de los de aquí, de esos que hacen hablar desde el poder como a unas marionetas,
inventándoles figura, gracias, vida y muertes, que desde el pasado puedan estar
conformes con esta andanada de desprecio en cadena. Ninguna lección de historia
permitirá en breve narrar objetivamente esta conjura, esta venganza organizada
para justificar una deshonra. Al menos no por ahora. Pasará mucho tiempo para
que sanen estas heridas rojas. Será un aprendizaje, una superación de los
espíritus, una expiación insólita y lunática, como si un rayo nos hubiera caído
en mitad del desierto en una insondable alucinación.
A
veces me recojo a observar, desde mi submarino, lo que ocurre en la superficie
de mi entorno a través del batiscafo miope de mis radares lentos y me encuentro
con una inmensidad de soslayos, de erizamientos constantes, de alergias
empozadas, de tropiezos hasta para pelar la mandarina más madura, de ironías
inclusive en el gesto y las señas, la sonrisa apretada a unos labios postizos. Exacto,
exacto, casi todo es postizo o calculado, tramado y taimado para evitar o
perjudicar al otro, esquivar su mirada, rehuir intercambios de fluidos y
símbolos.
Pero
también parece que se cerrara un ciclo, aunque los tiempos tengan finales
lentos y tortuosos pues no se pueden cortar con una tijerita. Se acerca el día
de los días que no el último, quede bien entendido.
Y
llego con ilusión medida y cauta a estas alturas y miro las luces que se
arrebolan con las sombras y me pregunto por qué no apostar unas lágrimas
derramadas en el camino andado, lleno de zancadillas y traspiés, al porvenir
que es en todo caso el sustento que nos atesora y convierte en humanos. Por qué no dar paso a la esperanza, amar una
ilusión, bailar sin piedad con nuestros semejantes, tocar todas las puertas de
las casas, que salga la gente a decir basta que ya yo me cansé y tú y él y
nosotros y vosotros y ellos, y todos los demás. Que fluya la parranda de votos que
les vamos a dar a estos camaradas que nos salieron los peores del mundo. ¡Qué
ambición de poder tan destructiva y patética! Ni para una carretera han servido
a pesar de tener a manos llenas. Como para olvidarles el respeto eternamente. ¡Qué
pérdida del glamour en todo caso con las botijas llenas a la vista de todos que
no nos causa envidia por si acaso sino arcadas, espasmos, contracturas de
vientre que incluyen en escena un sollozo, una lumbre, unas campanas de Belén,
una alegría, un abrazo, una fiesta!
Leandro
Area
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