viernes, 1 de julio de 2016

LA CHARLATANERIA POLÍTICA

LA NACION, EDITORIAL

Con el gran lingüista norteamericano Noam Chomsky sucede lo mismo que con Diego Maradona, el gran futbolista argentino de fines del siglo pasado. Ambos hablan de lo que saben bien, pero también de lo que ignoran, y lo que es peor, en contextos en que un periodismo acrítico suele azuzar sus lenguas ligeras con alguna periodicidad, aunque sin ganas, talento o coraje a fin de repreguntar donde se abre un suficiente hueco para la indagación persistente. Si lo hicieran, ocurriría, a propósito de imágenes futbolísticas, algo parecido a lo que sucedió con los tiros libres de Lionel Messi en los partidos contra Panamá y USA de días atrás: la inatajable pelota entraría justo por alguno de los ángulos del arco imaginario de los verbosos.
Suelto de cuerpo, como es habitual en él cuando parlotea sobre asuntos públicos, Chomsky ha dicho que no hay elementos suficientes para el enjuiciamiento político de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, suspendida en el cargo mientras el Senado sustancia el proceso de ley. Chomsky ha dicho que Rousseff no puede ser juzgada por ladrones. Se ha abstenido de decir que se ha seguido el procedimiento de ley y que esos ladrones han sido, en todo caso, los socios del partido que contribuyó a llevar tanto a ella como a Lula, su mentor, a lo más alto del poder.
Chomsky tampoco ha sabido distinguir entre una oposición que se alivió a las apuradas de su vieja carga de complicidades con el PT, el partido que ejerció durante largos años el gobierno, y las fuerzas que, por su lado, siempre se han opuesto a lo que Lula y Rousseff representan en la política brasileña. Entre estas últimas, la del comportamiento más destacado ha sido la que ha inspirado el líder político de mayor prestigio que Brasil haya tenido en el mundo en las últimas décadas: Fernando Enrique Cardoso, presidente por dos veces.
No ha habido en el país hermano "un golpe blando", como sostienen Chomsky y otros intelectuales que han dejado pasar por alto a Fidel Castro algunos de sus peores crímenes políticos ni nada han tenido para observar con preocupación sobre situaciones tan graves y penosas como las de Venezuela o Nicaragua.
Son los mismos que han otorgado por décadas estímulo intelectual a los peores excesos cometidos por regímenes de izquierda en la región y nada admiten en la actualidad sobre los crímenes imputados a un alto número de allegados a Rousseff. Tanto algunas figuras que han estado encumbradas en su partido como en altas funciones públicas han sido procesadas o ido a prisión por complicidad o participación directa en la corrupción sistémica en que ha caído Brasil desde hace muchos años. Incluso hay condenados, como José Dirceu, el hombre detrás del poder con Lula.
Chomsky se ha mostrado complacido, en una entrevista reciente, por lo que él considera una América latina libre ahora de la tutela de Occidente. ¿Se refiere a una influencia de los Estados Unidos, del Reino Unido, de Francia, de Italia, de Alemania? ¿Es eso todo lo que tiene para decir? ¿Nada para recordar, acaso, de ese pueblo cubano que sobrelleva más de medio siglo de una dictadura brutal y es dependiente todavía del petróleo venezolano, que le suministra un pobre gobernante sin luces, pero con la misma arrogancia insólita del finado parlanchín, a quien el rey de España exigió en una reunión en la Argentina, en un hecho extraordinario para el protocolo monárquico, cerrar la boca?
Los antiliberales declarados como Chomsky sólo registran, como objetivación de la fatiga social de los norteamericanos con su sistema político, la curiosa candidatura de Donald Trump, y se olvidan de que no menos llamativo ha sido el discurso, hecho a lo largo de la campaña electoral desde el seno del Partido Demócrata, del senador Bernie Sanders. Hablar, como éste lo ha hecho en nombre del socialismo, para procurar que Estados Unidos se aísle del resto de la humanidad a fin de contrarrestar los desafíos que plantea la globalización, no es un retroceso menor que el que supondría un triunfo eventual de Sanders.
La influencia demagógica de intelectuales y artistas ha sido un precio elevado, y legítimo como libertad de expresión, que ha debido pagarse en los últimos años en la Argentina, mientras se silenciaba de manera orquestada la corrupción galopante en la que el kirchnerismo sumió a la administración pública. La innegable condición académica de quienes suelen tomar el micrófono para hablar de cualquier cosa no puede, sin embargo, acallar la respuesta a sus dislates.
Como en tantos otros asuntos, el daltonismo político distorsiona la realidad, olvidándose de los fundamentos de lo que censuran. Entre ellos, como cuestión de principio, que los hombres son libres para decidir sobre su propio destino mientras no afecten derechos de los terceros; de lo contrario, se puede terminar como en la Unión Soviética de Stalin o en la Cuba de Castro. Y como cuestión de hecho, que la sociedad procure ponerse a salvaguardia de la inseguridad física, y sin duda que también jurídica, frente a la violencia y la corrupción extremas suscitadas por un Estado que ha confundido el respeto del orden público y social con la represión ilegal, y la aplicación de la ley con la mano dura y violatoria de las garantías constitucionales.

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