miércoles, 6 de julio de 2016

La trascendencia del bien contra la banalidad del mal

GUILLERMO ALTARES

Con Maus, Art Spiegelman no solo revolucionó la forma de contar uno de los hechos más transcendentes del siglo XX, el Holocausto, al utilizar el formato del cómic (una osadía que le llevó a ser el primer autor de tebeos en ganar el Pulitzer), sino que abrió una profunda reflexión sobre lo que significa ser un superviviente. El dibujante neoyorquino relata la historia de su padre, judío polaco, superviviente de Auschwitz, donde perdió a su familia, que luego se instala en Brooklyn y empieza una nueva vida.
Pero Spiegelman traza un retrato real y complejo de su padre, bastante negativo en muchos momentos, y así obliga al lector a enfrentarse a una incómoda pregunta: ¿El hecho de haber sobrevivido a los campos de exterminio nazis convierte a alguien en un referente ético, en una buena persona? Elie Wiesel, el premio Nobel de la Paz fallecido el pasado sábado, se convirtió en una voz insoslayable, con una enorme fuerza moral.
En parte, era mucha la gente que le escuchaba porque fue un superviviente de Auschwitz y Buchenwald, porque conoció el horror absoluto cuando sólo tenía 15 años y fue capaz de reconstruir su vida después de que los nazis irrumpiesen en su aldea en lo que hoy es Rumanía. Pero su importancia va mucho más allá: su virulencia ante cualquier forma de intolerancia y racismo demostraron la transcendencia del bien (el opuesto a la "banalidad del mal" de los verdugos de la que habló Hannah Arendt). En diciembre de 1992, visitó España para participar en un curso en El Escorial. Acababa de llegar de Sarajevo, que había visitado en uno de los momentos más duros del asedio, cuando los ultranacionalistas serbios machaban con artillería y francotiradores la capital bosnia. "Cuando veo lo que ocurre en la antigua Yugoslavia siento el ultraje de un hombre libre. Yo soy libre y ellos no lo son. He visto a la gente de los campos. No tenemos derecho a comparar, pero tampoco tenemos derecho a callarnos", manifestó entonces.
La profunda solidaridad que el premio Nobel demostró entonces chocó con la realidad porque su voz no fue escuchada: Occidente no frenó la guerra de Bosnia hasta que se cometió un genocidio, tres años después tras la masacre de Srebrenica, cuando ya era demasiado tarde para decenas de miles de víctimas. La comunidad internacional todavía no ha encontrado un mecanismo para frenar las matanzas que se producen ante sus ojos, como ocurre actualmente en Siria. En aquella entrevista de 1992, Wiesel aseguró: "En todas mis novelas siempre hay un loco, y mis locos no son cínicos, son locos místicos. Quiero decir que a pesar de todo siguen soñando con un futuro mejor, confían todavía en el hombre". Su legado simboliza una lucha moral, pero también un fracaso para frenar el horror. También encarna la principal advertencia que nos deja el siglo XX: en cualquier momento, lo que consideramos normal y seguro puede esfumarse, como les ha ocurrido a los cientos de miles de sirios que tratan de alcanzar la seguridad de las costas europeas. Y las voces que tienen más fuerza moral para hablar de ello no siempre son escuchadas.

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