domingo, 14 de agosto de 2016

LOS SIRVIENTES DEL CHAVISMO

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                 ELIAS PINO ITURRIETA

EL NACIONAL

Debido a que no le quedó más remedio, Chávez se tragó la píldora electoral. Como fracasó en un golpe de Estado sin coherencia, fue convencido de las posibilidades de triunfo si participaba en las elecciones, después de salir de la cárcel en la que había dado por la temeridad de una desastrada intentona. No era como para desdeñar las sugerencias, debido a que se trataba de resucitar  de una desafortunada escaramuza a la gloria de un triunfo popular. Los dislates del régimen, cuyos líderes no solo se asustaban ante las preguntas de los periodistas sino también ante las encuestas en las cuales se reflejaba la desesperanza de los consultados, la mediocridad de una dirigencia que ni siquiera era capaz de sentarse a escoger una candidatura presidencial que la sacara del apuro, hicieron que el aventurero se animara a aceptar las reglas de una justa democrática que lo llevaría a las alturas. De Güere a Yare y luego a Miraflores, a través del sufragio popular, no era mal itinerario.
La interpretación del momento fue adecuada, pero insuficiente para convertirse en un convencimiento que se demostraría en el porvenir. Era lo aconsejable para subir el primer escalón, pero no garantizaba la permanencia del proyecto de dominación militar que se camuflaba en los votos. Chávez necesitaba una plataforma orientada a la permanencia, que no corriera los riesgos de una derrota en las posteriores consultas del electorado. Los propósitos de cuño totalitario que se habían fraguado en la víspera no podían  depender de las veleidades del soberano. ¿Cómo proceder? La respuesta estaba al alcance de la mano: se aprovecharía del entusiasmo colectivo que todavía le daba calor, para desacreditar el procedimiento de elección que lo había convertido en primer mandatario. ¿Para qué? Con el objeto de reemplazarlo por otro, hecho a la medida de sus agallas. Un trabajo insistente en el ataque a los partidos políticos que, como afirmó en aplaudidas presentaciones, manejaban los hilos de las elecciones según su conveniencia, bastó para cambiar el Consejo Supremo Electoral por un CNE sumiso y seguro. Después de un trabajo sostenido de los constituyentes que seguían sus instrucciones, y del soporte de una opinión pública todavía manejada por el imán del hombre fuerte, fabricó una especie de departamento de sufragios puesto a su servicio sin condiciones.
No solo expulsó a los partidos del flamante organismo electoral, sino que colocó en la jefatura a un empleado fanatizado y beligerante. Poner a Jorge Rodríguez a coordinar las elecciones y a modernizar el sistema mediante la introducción de procedimientos cibernéticos que supuestamente concederían transparencia a los resultados que expresara la voluntad popular, fue la burla más clamorosa de las alternativas de objetividad y decencia que, según dijo, estaban detrás de la reforma. No cabía mayor exhibición de sectarismo y de ciega obediencia, de órdenes salidas de Miraflores y cumplidas de manera automática; de mande usted, comandante, que para eso estamos. A la hora de manejar un fraude electoral, o de encontrar caminos torcidos para que solo ganara el que debía ganar, o para poner los remiendos adecuados cuando ocurría alguna trastada de los votantes, ya hubiera querido López Contreras  un manumiso tan solícito y sin voluntad  para cambiarlo por Franco Quijano. De allí al encuentro de sucesores que se ajustaran al libreto fue asunto de coser y cantar.
Lo pasmoso de esta historia se encuentra en el hecho de que la dirigencia política de oposición no hizo nada para evitarlo o se quedó en reproches aislados que no conducían a ninguna parte. Los opositores se conformaron  con ver el aguacero pensando que algún día escamparía, es decir, no imitaron del todo la conducta de las nuevas figuras del CNE porque hicieron algunas malacrianzas infructuosas para no malponerse con la sociedad. Un día escampó, porque el pueblo quiso que escampara y porque tres lustros de porquerías no pasan en vano, pero permanece la coyunda para la determinación del voto y de las maneras de ejercerlo. Chávez no encontró mejor fórmula que imponerla mientras le soplaba buen viento, pero todavía la MUD, pese a que la atmósfera la favorece, no ha topado con la manera de liquidarla.

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